jueves, 7 de julio de 2011

Ecos Barrocos: La Vida entre La Cenicienta y El Gato con Botas

Tarde y desde el exilio he caído en la cuenta de que mi vida entera ha estado determinada por el barroco. Por razones que no viene al caso contar (pero que, quien se sienta picado por la curiosidad, podrá averiguar aquí), en las últimas semanas he estudiado concienzudamente el tránsito entre el barroco tardío y la primera Ilustración en Francia. A efecto de documentar debidamente mi investigación, igualmente me he adentrado en el análisis de la osamenta, el nervio y el corazón del barroco español. De ahí que me haya deleitado releyendo los textos de Baltasar Gracián (1601-1658) pero, al propio tiempo, me haya entristecido profundamente al constatar la vigencia que la política y la sociedad barrocas tienen aún en América Latina.

Establezcamos primero algunas precisiones conceptuales, a cuyo efecto dejaré asentada desde ahora mi tesis: tengo la impresión de que los discursos políticos latinoamericanos no han superado todavía la herencia colonial barroca. Me interesa sobre todo destacar la permanencia de la estética-política barroca tanto en el ámbito público como en la esfera privada. Me explico: la estética barroca siente fascinación por la apariencia, la teatralidad y el engaño. En pintura, por ejemplo, la técnica barroca predilecta es el trompe l'œil, esto es, el trampantojo, el engaño visual que crea deliberadamente perspectivas falsas.


Andrea Pozzo, Gloria di Sant'Ignazio (1685)

La prosa didáctica de Baltasar Gracián (quien fuera ordenado sacerdote jesuita en el año de 1627) está embebida tanto en las estrategias estéticas del barroco como en su pesimismo ético, ontológico y antropológico. Para Gracián, el mundo es un espacio hostil y engañoso donde las apariencias prevalecen frente a la nula certeza en el triunfo de la virtud y la verdad, impotentes ante el quehacer cotidiano de seres humanos cuya voluntad inevitablemente se encuentra henchida de mezquindad y malicia. Sus obras, por tanto, se ocupan fundamentalmente de aconsejar al lector para facilitarle la adquisición de habilidades y recursos que le permitan desenvolverse entre las trampas de la vida.

Gracián extiende la estética barroca al arte de la política, que percibe igualmente inclinado hacia el disimulo y las apariencias. Así, aconseja al héroe barroco que practique «incomprensibilidades de caudal», es decir, que oculte astutamente la verdadera extensión de su influencia y riquezas porque la apariencia de poder equivale al poder mismo. En la España barroca, para ser príncipe debe comenzarse por parecerlo. Según Gracián, quien aspire a triunfar debe dominar el arte de «medir el lugar con su artificio», lo cual implica «cebar la expectación, pero nunca desengañarla del todo» y conferir preferencia a la promesa de acción sobre la acción misma, toda vez quien obra en estos términos puede generar en torno a su persona «siempre esperanzas de mayores» hazañas. A continuación, añade Gracián:

«Excuse a todos el varón culto sondarle el fondo a su caudal, si quiere que le veneren todos. Formidable fue un río hasta que se le halló vado, y venerado un varón hasta que se le conoció término a la capacidad; porque ignorada y presumida profundidad, siempre mantuvo con el recelo el crédito [...] Ventajas son de ente infinito envidar mucho con resto de infinidad. Esta primera regla de grandeza advierte, si no el ser infinito, a parecerlo, que no es sutileza común [...] ¡Oh, varón cándido de la fama! Tú, que aspiras a la grandeza, alerta al primor. Todos te conozcan, ninguno te abarque; que con esta treta, lo moderado parecerá mucho, y lo mucho infinito, y lo infinito más» (El Héroe, Primor Primero).
El ocultamiento del caudal es entonces una condición fundamental del éxito mundano. A ello debe añadirse una profunda conciencia de las formas y los ritos sociales, así como de las distancias y jerarquías que es posible generar mediante unas y otros:


«Excusar llanezas en el trato. Ni se han de usar, ni se han de permitir. El que se allana pierde luego la superioridad que le daba su entereza, y tras ella la estimación. Los astros, no rozándose con nosotros, se conservan en su esplendor. La divinidad solicita decoro; toda humanidad facilita el desprecio. Las cosas humanas, cuanto se tienen más, se tienen en menos, porque con la comunicación se comunican las imperfecciones que se encubrían con el recato. Con nadie es conveniente el allanarse: no con los mayores, por el peligro, ni con los inferiores, por la indecencia; menos con la villanía, que es atrevida por lo necio, y no reconociendo el favor que se le hace, presume obligación. La facilidad es ramo de vulgaridad» (Oráculo Manual y Arte de Prudencia, Aforismo 177)
Nací en 1973, pero tal parece que hubiese visto la luz entre 1639 y 1660 (años en los que se publicó la mayor parte de la obra de Gracián). Aprendí a conducirme en sociedad bajo el manto de un imaginario de jerarquías y reverencias, que privilegia la apariencia por encima de todo. A mi memoria acuden los títulos que quienes se perciben a sí mismos abajo en la jerarquía social adjudican espontáneamente a aquellos a quienes han atribuido una posición superior en el escalafón de castas y estamentos (digo atribuida antes que cierta en vista de que, por virtud de las «incomprensibilidades de caudal», el emplazamiento que cada uno posee en la compleja red de las jerarquías sociales siempre conlleva sendos ingredientes de intriga y misterio). Maestro, Licenciado, Catedrático, Excelentísimo Rector, Comandante, Señor Diputado, Don Gobernador, Presidente... a lo largo de mi vida he visto auténticos asnos revestidos con toda suerte de dignidades por los mismos que padecen el peso obsceno de sus pezuñas sobre su rostro. El barroco es la tragedia de Iberoamérica (a la que España, aún el día de hoy, tampoco es ajena): el eterno opio del demos que se resiste a admitir que, durante décadas que se han acumulado en centenas de años, nuestros sucesivos emperadores han desfilado desnudos.

Puesto que nací donde me tocó nacer (eso nunca se elige), crecí en un mundo de cuento de hadas. Hasta los veintiocho años (el hito existencial que marca el inicio de mi exilio), los códigos que regularon mi vida privada oscilaron entre Cendrillon, ou la Petite Pantoufle de Verre (“La Cenicienta”) y  Le Maître Chat, ou le Chat Botté (“El Gato con Botas”), dos de los cuentos más célebres y aplaudidos de Charles Perrault. La obra de Perrault se sitúa en el tránsito entre el barroco y el llamado Siglo de las Luces, entre la primera generación de escritores y escritoras que cultivaron el cuento de hadas literario (1690-1715). Aquella primera generación de cuentistas estuvo integrada por prácticamente el mismo número de mujeres que de hombres: entre sus representantes contamos, por ejemplo -además del aludido Perrault-, a Marie-Catherine d’Aulnoy, Catherine Bernard, Marie-Jeanne Lhéritier de Villandon, Henriette-Julie de Murat o Charlotte-Rose Caumont de la Force, entre otros. Las mujeres cuentistas escribieron dos terceras partes de los cuentos publicados entre los últimos años del siglo XVII y los primeros del XVIII: para ser precisos, 74 de un total de 114. Sin embargo, sólo recordamos un puñado de historias publicadas por Perrault: Le Petit Chaperon Rouge (“La Caperucita Roja”); Les Fées (“Las Hadas”); La Barbe Bleue (“Barba Azul”); La Belle au Bois Dormant (“La Bella Durmiente del Bosque”); Riquet à la Houppe (“Ricardito el Copetudo”), y Le Petit Poucet (“Pulgarcito”), además de los mencionados Cendrillon y Le Maître Chat.

Por esta ocasión, obviemos los complejos procesos históricos que determinaron la canonización de los cuentos de Perrault en detrimento de la obra de sus coetáneos. Bástenos apuntar que Charles Perrault instrumentó literariamente la tradición oral del cuento fantástico-maravilloso como vehículo para la difusión de la civilité aristocrático-burguesa. En cuanto proveedores de estándares de conducta, sus famosos siete relatos en prosa pueden clasificarse en dos variantes según el género hacia el cual se dirigen: Le Petit Chaperon Rouge, Les Fées, La Barbe Bleue, La Belle au Bois dormant y Cendrillon establecen códigos femeninos; por el contrario, Riquet à la Houppe, Le Petit Poucet y Le Maître Chat disponen modelos masculinos. Dicho brevemente, a la femme civilisée idealizada por Perrault bastan –como a Cenicienta- unas dosis de belleza (beauté) y donaire o gentileza (bonne grâce) suficientes para asegurarle un buen matrimonio; el homme civilisé, en cambio, requiere la industria (industrie) y el ingenio (savoir-faire) que hicieron prosperar al Gato con Botas.

Gustave Doré, «On n'entendait qu'un bruit confus: “Ah, qu'elle est belle !”»


La perversa herencia de Perrault ha causado daño en el mundo entero, pero en pocos lugares ejerce aún la seducción con la que gravita sobre América Latina. Dejo a las mujeres la voz para contar la experiencia de crecer bajo la sombra de Cenicienta: yo me limitaré a relatar cómo se esperaba de mí que ajustara mi conducta a los cánones del Gato con Botas. Recordemos brevemente la historia contada por Perrault: el hijo menor de un pobre molinero recibe como única herencia un gato. Al escucharle lamentarse por su suerte -y temiendo por su propia vida, puesto que los hambrientos no suelen hacer ascos a merendarse algún felino si hay ocasión para ello-, el gato pide a su amo que le compre unas botas y una bolsa de piel, pues sólo así podrá valorar en toda su magnitud la verdadera fortuna que ha heredado. El desventurado joven accede a la petición del gato, quien sale de cacería y, tras atrapar algunas liebres, se presenta -debidamente ataviado con sus botas- ante el Rey para presentarle el botín como un obsequio del ficticio Marqués de Carabas (que en realidad es su amo). El Rey acepta el regalo y, a partir de ese momento, es una y otra vez engatusado -nunca mejor dicho- por el taimado felino, quien sucesivamente hace vestir al pobre hijo del molinero con magníficos ropajes, le convierte en dueño de la heredad de un temido ogro (al que devora tras convencerle de que se convierta en un ratón) y, finalmente, le allana el camino para contraer matrimonio con la mismísima hija del (¿ingenuo?) soberano. Como recompensa por sus servicios, el gato vive el resto de sus días como un gran señor que ya no precisaba perseguir ratones (salvo como divertimento para paliar el aburrimiento de su vida de ocio).

¿Cuáles son las lecciones que un joven varón cuya suerte no fue tanta como para nacer en las clases sociales adecuadas puede aprender de esta historia? En síntesis, pueden expresarse en dos ideas generales:

1. Para triunfar entre los poderosos, no es menester tener poder, sino vestirse como si uno lo tuviera (de ahí la importancia que el gato confiere a las botas y su posterior empeño en engañar al Rey, afirmando que unos ladrones han robado los vestidos a su amo, con miras a que la propia corte le vista con ricos ropajes).
2. El éxito mundano autoriza a cualquiera que lo persiga para mentir, amenazar a los débiles e incluso matar, cuando ello sea necesario para conseguir algún objetivo durante el ascenso en el escalafón social.

Cuando era más joven, soñaba con subvertir ese orden barroco de las apariencias en el que se desenvuelve el Gato con Botas que, en forma triste y surrealista, era la norma de mi propia realidad. El optimismo revolucionario me inundaba cuando pensaba en François Marie Arouet (mejor conocido como Voltaire), nacido en 1694, en un momento en que el Ancien Régime sobre el que se sostenía la corte de Luis XIV parecía eterno y absolutamente impermeable al cambio. Sin embargo, hacia 1778 -año de la muerte de Voltaire- la Ilustración había producido tal desestabilización en el viejo orden que le había colocado en el filo del colapso. Voltaire fue, precisamente, una figura central en el desarrollo del pensamiento ilustrado que finalmente sepultaría el Ancien Régime bajo los ideales de igualdad, libertad y fraternidad que inspiraron a la Revolución Francesa. Dramaturgo, ensayista y crítico, Voltaire fue ante todo y sobre todo un luchador infatigable contra la mentira y la superstición. Écrasez l’infâme era su grito de batalla contra los enemigos de la Ilustración: una expresión que reiteradamente aparece en su correspondencia. Aplastad la infamia. Combatidla ahí donde la encontréis: ya sea en la corrupta Iglesia Católica o en la maquinaria política asfixiante del absolutismo, puesto que una y otra respaldaban y alimentaban poderes salvajes e ilimitados que destilaban un ambiente constante de terror mediante dosis calculadas de crueldad.

Ojalá llegue el día en que se alcen en América Latina cientos de nuevos y mejorados Voltaires (más vale tarde que nunca) que digan hasta aquí, ya basta: a la infamia se le aplasta, no se le disfraza y multiplica entre ropajes y espejos barrocos. Que caigan las máscaras y las apariencias, que las lealtades impuestas por oscuras jerarquías cedan ante el clamor de justicia de millones de seres humanos oprimidos y desposeídos. Por lo que a mí respecta, confieso que me encuentro demasiado cansado como para retomar mi pluma y escribir, una vez más, écrasez l’infâme. Visité rápidamente México algunas semanas atrás, y los consabidos comentarios sobre mi aspecto -el cabello largo, las pulseras de piel y la renuencia a la corbata indefectiblemente motivan algún “qué te dicen los canadienses y/o españoles cuando te ven en esas fachas”- me han confirmado que, por aquellos lares, las cosas siguen siendo tan barrocas como cuando partí, más de una década atrás. Si volviera, me imagino que sería instado a calzarme las botas, como hizo el gato, al servicio de algún patrón cuyo ascenso me vería forzado a procurar a cambio de no ser devorado: el precio que tengo pagar por haber nacido en México, pero sin haber nacido rico al propio tiempo. Creo que no será así (aunque reconozco que nadie debe sentirse autorizado a decir “de esta agua no beberé”) porque la fuerza centrífuga de mis decisiones vitales me aleja cada vez más del país que me vio nacer. Sin embargo, para quienes en aquellas tierras aún amen la justicia y no hayan caído todavía en la desesperación (como, en buena medida, me ha sucedido a mí), he aquí mi mensaje de esperanza: el mundo no está terminado, sino en proceso de construirse. Voltaire, como apunté antes, nació en 1694; Perrault publicó en 1697 sus célebres Histoires ou Contes du Temps Passé. Cada uno de estos autores se dirige precisamente a ti, lector que también estás leyendo estas líneas: el primero, con su bravura imbatible ante la opresión; el segundo, con su convicción en la permanencia de un orden de jerarquías y apariencias al que sólo se puede sobrevivir mediante la fría astucia. Yo quise seguir al primero, pero me agoté en el camino y abandoné la batalla. Tú, en cambio, puedes ser mejor que yo, e incluso mejor que Voltaire. ¿Qué piensas hacer al respecto?

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