viernes, 8 de julio de 2011

Posdata Barroca: La Vera Historia del Gato con Botas

Refrescar la memoria puede ser un ejercicio edificante e instructivo. Para quienes hayan olvidado la versión de Le Maître chat ou le Chat botté escrita por Charles Perrault (a la que me referí en la anterior entrada de este blog), y por añadidura no quieran conformarse con mi apresurado resumen de ella, pueden leer una buena traducción castellana en este vínculo. Asimismo, si les apremia el prurito de la pureza filológica y prefieren leerlo en francés, sepan que Internet provee generosamente la satisfacción de sus deseos de cultura, de modo que pueden acceder al cuento de marras en versión original mediante este otro vínculo. ¡Buena lectura, y hasta pronto!

Gustave Doré, «L'Ogre le reçut aussi civilement que le peut un Ogre» (1867)

jueves, 7 de julio de 2011

Ecos Barrocos: La Vida entre La Cenicienta y El Gato con Botas

Tarde y desde el exilio he caído en la cuenta de que mi vida entera ha estado determinada por el barroco. Por razones que no viene al caso contar (pero que, quien se sienta picado por la curiosidad, podrá averiguar aquí), en las últimas semanas he estudiado concienzudamente el tránsito entre el barroco tardío y la primera Ilustración en Francia. A efecto de documentar debidamente mi investigación, igualmente me he adentrado en el análisis de la osamenta, el nervio y el corazón del barroco español. De ahí que me haya deleitado releyendo los textos de Baltasar Gracián (1601-1658) pero, al propio tiempo, me haya entristecido profundamente al constatar la vigencia que la política y la sociedad barrocas tienen aún en América Latina.

Establezcamos primero algunas precisiones conceptuales, a cuyo efecto dejaré asentada desde ahora mi tesis: tengo la impresión de que los discursos políticos latinoamericanos no han superado todavía la herencia colonial barroca. Me interesa sobre todo destacar la permanencia de la estética-política barroca tanto en el ámbito público como en la esfera privada. Me explico: la estética barroca siente fascinación por la apariencia, la teatralidad y el engaño. En pintura, por ejemplo, la técnica barroca predilecta es el trompe l'œil, esto es, el trampantojo, el engaño visual que crea deliberadamente perspectivas falsas.


Andrea Pozzo, Gloria di Sant'Ignazio (1685)

La prosa didáctica de Baltasar Gracián (quien fuera ordenado sacerdote jesuita en el año de 1627) está embebida tanto en las estrategias estéticas del barroco como en su pesimismo ético, ontológico y antropológico. Para Gracián, el mundo es un espacio hostil y engañoso donde las apariencias prevalecen frente a la nula certeza en el triunfo de la virtud y la verdad, impotentes ante el quehacer cotidiano de seres humanos cuya voluntad inevitablemente se encuentra henchida de mezquindad y malicia. Sus obras, por tanto, se ocupan fundamentalmente de aconsejar al lector para facilitarle la adquisición de habilidades y recursos que le permitan desenvolverse entre las trampas de la vida.

Gracián extiende la estética barroca al arte de la política, que percibe igualmente inclinado hacia el disimulo y las apariencias. Así, aconseja al héroe barroco que practique «incomprensibilidades de caudal», es decir, que oculte astutamente la verdadera extensión de su influencia y riquezas porque la apariencia de poder equivale al poder mismo. En la España barroca, para ser príncipe debe comenzarse por parecerlo. Según Gracián, quien aspire a triunfar debe dominar el arte de «medir el lugar con su artificio», lo cual implica «cebar la expectación, pero nunca desengañarla del todo» y conferir preferencia a la promesa de acción sobre la acción misma, toda vez quien obra en estos términos puede generar en torno a su persona «siempre esperanzas de mayores» hazañas. A continuación, añade Gracián:

«Excuse a todos el varón culto sondarle el fondo a su caudal, si quiere que le veneren todos. Formidable fue un río hasta que se le halló vado, y venerado un varón hasta que se le conoció término a la capacidad; porque ignorada y presumida profundidad, siempre mantuvo con el recelo el crédito [...] Ventajas son de ente infinito envidar mucho con resto de infinidad. Esta primera regla de grandeza advierte, si no el ser infinito, a parecerlo, que no es sutileza común [...] ¡Oh, varón cándido de la fama! Tú, que aspiras a la grandeza, alerta al primor. Todos te conozcan, ninguno te abarque; que con esta treta, lo moderado parecerá mucho, y lo mucho infinito, y lo infinito más» (El Héroe, Primor Primero).
El ocultamiento del caudal es entonces una condición fundamental del éxito mundano. A ello debe añadirse una profunda conciencia de las formas y los ritos sociales, así como de las distancias y jerarquías que es posible generar mediante unas y otros:


«Excusar llanezas en el trato. Ni se han de usar, ni se han de permitir. El que se allana pierde luego la superioridad que le daba su entereza, y tras ella la estimación. Los astros, no rozándose con nosotros, se conservan en su esplendor. La divinidad solicita decoro; toda humanidad facilita el desprecio. Las cosas humanas, cuanto se tienen más, se tienen en menos, porque con la comunicación se comunican las imperfecciones que se encubrían con el recato. Con nadie es conveniente el allanarse: no con los mayores, por el peligro, ni con los inferiores, por la indecencia; menos con la villanía, que es atrevida por lo necio, y no reconociendo el favor que se le hace, presume obligación. La facilidad es ramo de vulgaridad» (Oráculo Manual y Arte de Prudencia, Aforismo 177)
Nací en 1973, pero tal parece que hubiese visto la luz entre 1639 y 1660 (años en los que se publicó la mayor parte de la obra de Gracián). Aprendí a conducirme en sociedad bajo el manto de un imaginario de jerarquías y reverencias, que privilegia la apariencia por encima de todo. A mi memoria acuden los títulos que quienes se perciben a sí mismos abajo en la jerarquía social adjudican espontáneamente a aquellos a quienes han atribuido una posición superior en el escalafón de castas y estamentos (digo atribuida antes que cierta en vista de que, por virtud de las «incomprensibilidades de caudal», el emplazamiento que cada uno posee en la compleja red de las jerarquías sociales siempre conlleva sendos ingredientes de intriga y misterio). Maestro, Licenciado, Catedrático, Excelentísimo Rector, Comandante, Señor Diputado, Don Gobernador, Presidente... a lo largo de mi vida he visto auténticos asnos revestidos con toda suerte de dignidades por los mismos que padecen el peso obsceno de sus pezuñas sobre su rostro. El barroco es la tragedia de Iberoamérica (a la que España, aún el día de hoy, tampoco es ajena): el eterno opio del demos que se resiste a admitir que, durante décadas que se han acumulado en centenas de años, nuestros sucesivos emperadores han desfilado desnudos.

Puesto que nací donde me tocó nacer (eso nunca se elige), crecí en un mundo de cuento de hadas. Hasta los veintiocho años (el hito existencial que marca el inicio de mi exilio), los códigos que regularon mi vida privada oscilaron entre Cendrillon, ou la Petite Pantoufle de Verre (“La Cenicienta”) y  Le Maître Chat, ou le Chat Botté (“El Gato con Botas”), dos de los cuentos más célebres y aplaudidos de Charles Perrault. La obra de Perrault se sitúa en el tránsito entre el barroco y el llamado Siglo de las Luces, entre la primera generación de escritores y escritoras que cultivaron el cuento de hadas literario (1690-1715). Aquella primera generación de cuentistas estuvo integrada por prácticamente el mismo número de mujeres que de hombres: entre sus representantes contamos, por ejemplo -además del aludido Perrault-, a Marie-Catherine d’Aulnoy, Catherine Bernard, Marie-Jeanne Lhéritier de Villandon, Henriette-Julie de Murat o Charlotte-Rose Caumont de la Force, entre otros. Las mujeres cuentistas escribieron dos terceras partes de los cuentos publicados entre los últimos años del siglo XVII y los primeros del XVIII: para ser precisos, 74 de un total de 114. Sin embargo, sólo recordamos un puñado de historias publicadas por Perrault: Le Petit Chaperon Rouge (“La Caperucita Roja”); Les Fées (“Las Hadas”); La Barbe Bleue (“Barba Azul”); La Belle au Bois Dormant (“La Bella Durmiente del Bosque”); Riquet à la Houppe (“Ricardito el Copetudo”), y Le Petit Poucet (“Pulgarcito”), además de los mencionados Cendrillon y Le Maître Chat.

Por esta ocasión, obviemos los complejos procesos históricos que determinaron la canonización de los cuentos de Perrault en detrimento de la obra de sus coetáneos. Bástenos apuntar que Charles Perrault instrumentó literariamente la tradición oral del cuento fantástico-maravilloso como vehículo para la difusión de la civilité aristocrático-burguesa. En cuanto proveedores de estándares de conducta, sus famosos siete relatos en prosa pueden clasificarse en dos variantes según el género hacia el cual se dirigen: Le Petit Chaperon Rouge, Les Fées, La Barbe Bleue, La Belle au Bois dormant y Cendrillon establecen códigos femeninos; por el contrario, Riquet à la Houppe, Le Petit Poucet y Le Maître Chat disponen modelos masculinos. Dicho brevemente, a la femme civilisée idealizada por Perrault bastan –como a Cenicienta- unas dosis de belleza (beauté) y donaire o gentileza (bonne grâce) suficientes para asegurarle un buen matrimonio; el homme civilisé, en cambio, requiere la industria (industrie) y el ingenio (savoir-faire) que hicieron prosperar al Gato con Botas.

Gustave Doré, «On n'entendait qu'un bruit confus: “Ah, qu'elle est belle !”»


La perversa herencia de Perrault ha causado daño en el mundo entero, pero en pocos lugares ejerce aún la seducción con la que gravita sobre América Latina. Dejo a las mujeres la voz para contar la experiencia de crecer bajo la sombra de Cenicienta: yo me limitaré a relatar cómo se esperaba de mí que ajustara mi conducta a los cánones del Gato con Botas. Recordemos brevemente la historia contada por Perrault: el hijo menor de un pobre molinero recibe como única herencia un gato. Al escucharle lamentarse por su suerte -y temiendo por su propia vida, puesto que los hambrientos no suelen hacer ascos a merendarse algún felino si hay ocasión para ello-, el gato pide a su amo que le compre unas botas y una bolsa de piel, pues sólo así podrá valorar en toda su magnitud la verdadera fortuna que ha heredado. El desventurado joven accede a la petición del gato, quien sale de cacería y, tras atrapar algunas liebres, se presenta -debidamente ataviado con sus botas- ante el Rey para presentarle el botín como un obsequio del ficticio Marqués de Carabas (que en realidad es su amo). El Rey acepta el regalo y, a partir de ese momento, es una y otra vez engatusado -nunca mejor dicho- por el taimado felino, quien sucesivamente hace vestir al pobre hijo del molinero con magníficos ropajes, le convierte en dueño de la heredad de un temido ogro (al que devora tras convencerle de que se convierta en un ratón) y, finalmente, le allana el camino para contraer matrimonio con la mismísima hija del (¿ingenuo?) soberano. Como recompensa por sus servicios, el gato vive el resto de sus días como un gran señor que ya no precisaba perseguir ratones (salvo como divertimento para paliar el aburrimiento de su vida de ocio).

¿Cuáles son las lecciones que un joven varón cuya suerte no fue tanta como para nacer en las clases sociales adecuadas puede aprender de esta historia? En síntesis, pueden expresarse en dos ideas generales:

1. Para triunfar entre los poderosos, no es menester tener poder, sino vestirse como si uno lo tuviera (de ahí la importancia que el gato confiere a las botas y su posterior empeño en engañar al Rey, afirmando que unos ladrones han robado los vestidos a su amo, con miras a que la propia corte le vista con ricos ropajes).
2. El éxito mundano autoriza a cualquiera que lo persiga para mentir, amenazar a los débiles e incluso matar, cuando ello sea necesario para conseguir algún objetivo durante el ascenso en el escalafón social.

Cuando era más joven, soñaba con subvertir ese orden barroco de las apariencias en el que se desenvuelve el Gato con Botas que, en forma triste y surrealista, era la norma de mi propia realidad. El optimismo revolucionario me inundaba cuando pensaba en François Marie Arouet (mejor conocido como Voltaire), nacido en 1694, en un momento en que el Ancien Régime sobre el que se sostenía la corte de Luis XIV parecía eterno y absolutamente impermeable al cambio. Sin embargo, hacia 1778 -año de la muerte de Voltaire- la Ilustración había producido tal desestabilización en el viejo orden que le había colocado en el filo del colapso. Voltaire fue, precisamente, una figura central en el desarrollo del pensamiento ilustrado que finalmente sepultaría el Ancien Régime bajo los ideales de igualdad, libertad y fraternidad que inspiraron a la Revolución Francesa. Dramaturgo, ensayista y crítico, Voltaire fue ante todo y sobre todo un luchador infatigable contra la mentira y la superstición. Écrasez l’infâme era su grito de batalla contra los enemigos de la Ilustración: una expresión que reiteradamente aparece en su correspondencia. Aplastad la infamia. Combatidla ahí donde la encontréis: ya sea en la corrupta Iglesia Católica o en la maquinaria política asfixiante del absolutismo, puesto que una y otra respaldaban y alimentaban poderes salvajes e ilimitados que destilaban un ambiente constante de terror mediante dosis calculadas de crueldad.

Ojalá llegue el día en que se alcen en América Latina cientos de nuevos y mejorados Voltaires (más vale tarde que nunca) que digan hasta aquí, ya basta: a la infamia se le aplasta, no se le disfraza y multiplica entre ropajes y espejos barrocos. Que caigan las máscaras y las apariencias, que las lealtades impuestas por oscuras jerarquías cedan ante el clamor de justicia de millones de seres humanos oprimidos y desposeídos. Por lo que a mí respecta, confieso que me encuentro demasiado cansado como para retomar mi pluma y escribir, una vez más, écrasez l’infâme. Visité rápidamente México algunas semanas atrás, y los consabidos comentarios sobre mi aspecto -el cabello largo, las pulseras de piel y la renuencia a la corbata indefectiblemente motivan algún “qué te dicen los canadienses y/o españoles cuando te ven en esas fachas”- me han confirmado que, por aquellos lares, las cosas siguen siendo tan barrocas como cuando partí, más de una década atrás. Si volviera, me imagino que sería instado a calzarme las botas, como hizo el gato, al servicio de algún patrón cuyo ascenso me vería forzado a procurar a cambio de no ser devorado: el precio que tengo pagar por haber nacido en México, pero sin haber nacido rico al propio tiempo. Creo que no será así (aunque reconozco que nadie debe sentirse autorizado a decir “de esta agua no beberé”) porque la fuerza centrífuga de mis decisiones vitales me aleja cada vez más del país que me vio nacer. Sin embargo, para quienes en aquellas tierras aún amen la justicia y no hayan caído todavía en la desesperación (como, en buena medida, me ha sucedido a mí), he aquí mi mensaje de esperanza: el mundo no está terminado, sino en proceso de construirse. Voltaire, como apunté antes, nació en 1694; Perrault publicó en 1697 sus célebres Histoires ou Contes du Temps Passé. Cada uno de estos autores se dirige precisamente a ti, lector que también estás leyendo estas líneas: el primero, con su bravura imbatible ante la opresión; el segundo, con su convicción en la permanencia de un orden de jerarquías y apariencias al que sólo se puede sobrevivir mediante la fría astucia. Yo quise seguir al primero, pero me agoté en el camino y abandoné la batalla. Tú, en cambio, puedes ser mejor que yo, e incluso mejor que Voltaire. ¿Qué piensas hacer al respecto?

sábado, 11 de junio de 2011

La Permanencia de «El Bulto»: Preludio y Fuga para Mariana

Durante meses he descuidado esta bitácora en la que, durante los últimos tiempos en que residí en España, vertí regularmente mis pensamientos. Soy consciente de que mi silencio entrañó el más terrible de los pecados en estos días hambrientos de novedad: ahora nadie leerá lo que escriba. Mejor así. Lo que ahora tengo que decir viene de lo más hondo -De profundis clamavi ad te, Domine- y prefiero que, si acaso llega a ser leído, lo sea aleatoriamente. Estas palabras son apenas una brizna de hierba seca, perdida en la tormenta de todo cuanto sea dicho y publicado el día de hoy. No tienen importancia para el mundo, aunque la tengan para mí y -así lo quiero creer- para Mariana, mi hija. Ni siquiera tengo la intención de cuidar la forma de las ideas que ahora mismo se atropellan en mi mente: sirva su contenido como única justificación de su fugaz tránsito por el marasmo de la información que les sepultará en la red en cuanto su trémula presencia escape de mis manos. Llevan una buena intención: ojalá que, si alguien repara en ellas, pueda percibir el eco distante de aquello que alguna vez fue hermoso en mí y, así, conferirle nueva vida.

Decía entonces que el silencio es imperdonable para quien utilice un blog a modo de ventana abierta desde la soledad de la conciencia hacia la aldea global (¡tan pronto empezamos con los lugares comunes!). Qué se le va a hacer: la vida es renuente a acomodarse a las exigencias de la sociedad de la información. La deriva desde la balsa de piedra -Saramago, gracias por la metáfora- hasta la inmensidad del helado Norte, el nacimiento de una niña hermosa e inquieta y la pérdida de una persona amada no son sucesos que se acomoden fácilmente con el ímpetu expansivo del ego -progresión voraz del yo opino, yo he visto, yo deseo que tú me reconozcas como interlocutor- que subyace a todo blog. Podemos decir que la vida contuvo mi ego y le silenció. Algo bueno ha hecho la vida en estos últimos meses.

Hoy, empero, la represa de la vida se ha visto desbordada por la impresión que ha dejado en mi ánimo un rápido repaso por los titulares de la prensa. Los diarios mexicanos han dedicado algunas notas al recuento de una triste efeméride popularmente conocida como El Halconazo. No quisiera aburrir a la aldea global con detalles históricos. Dejemos que sea la voz oracular de Wikipedia quien nos documente: «La Masacre del Jueves de Corpus o La Masacre de Corpus Christi —llamada El Halconazo por la participación de un grupo paramilitar conocido con ese nombre— es como se le conocea los hechos ocurridos en Ciudad de México, el 10 de junio de 1971 (día de la festividad de Corpus Christi, de donde tiene origen el nombre coloquial de la matanza), cuando una manifestación estudiantil en apoyo a los estudiantes de Monterrey, fue violentamente reprimida por un grupo paramilitar al servicio del estado llamado Los Halcones» (quien quiera leer el artículo completo, puede hacerlo en este vínculo). Han pasado cuarenta años desde aquel aciago día. La memoria es un antídoto infalible contra nostalgias extraviadas: el país en el que nací estaba tan revuelto en ese entonces como lo estaba esta misma mañana.

Veinte años después, el mismo régimen que engendró a Los Halcones necesitaba desesperadamente disimular la sangre que había acumulado a lo largo de las seis décadas previas. El gobierno mexicano negociaba los términos del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, y es sabido que las democracias occidentales únicamente aceptan democracias de corte occidental como socios comerciales. Venga la eficacia retórica del ejemplo a desentrañar el sentido de este aserto aparentemente críptico: si los agricultores veracruzanos aspiraban a vender sus tomates en los supermercados de Baltimore o Toronto, era preciso que el Estado mexicano garantizase el ejercicio formal (porque la forma, contra lo que supone el refrán, no siempre es fondo) de las libertades fundamentales. En cuanto la modernidad política pudo tasarse tambien en dólares, adquirió pleno valor: el régimen autorizó tímidos ejercicios de libertad de prensa e incluso reconoció algunos triunfos electorales a ciertos opositores (otros, en cambio, pagaron con la vida la osadía de haber aspirado a competir democráticamente por el voto). Los trapos sucios celosamente ocultos en los sótanos del México del PRI pudieron ventilarse siempre y cuando antes hubiesen sido debidamente estirilizados, de modo que su hedor no alcanzase a envolver al emperador de turno: Carlos Salinas de Gortari.

En ese contexto, en el mes de agosto de 1992 se estrenó en las salas mexicanas un filme ad hoc al espíritu de los nuevos tiempos: El Bulto, de Gabriel Retes. El guión, en aquel entonces, parecía auténticamente revolucionario. Retes nos refiere la historia de Lauro, un joven fotógrafo de izquierdas que, tras haber sido brutalmente golpeado por Los Halcones, cae en un coma profundo durante veinte años para despertar, literalmente, en un nuevo mundo. No obstante, bajo la apariencia de una crítica al régimen (puesto que, a fin de cuentas, se daba publicidad a un hecho que anteriormente sólo se comentaba puertas adentro, en la seguridad de las tertulias sabatinas y las sobremesas dominicales)  se ocultaba una narrativa de reconciliación. Lo pasado, pasado está: si el PRI de 1971 era pura maldad, el de 1992 encarnaba la realización histórica de los más puros ideales de la izquierda universal. «Lo que cambia», dice un personaje que ha permutado la militancia en el Partido Comunista por un sitio en el escalafón de la burocracia dorada, «no son nuestros ideas, sino como aplicarlas en un momento histórico diferente». El alfa había sido el Manifiesto del Partido Comunista: tras una larga espera, el omega finalmente se había manifestado en el inspirado liderazgo de Carlos Salinas de Gortari, que había sabido conciliarle con el decálogo neoliberal del Consenso de Washington.




Durante el coma, sus irreverentes (y poco imaginativos, todo hay que decirlo) hijos -¡ah, la juventud!- apodan a Lauro «El Bulto» en obvia y grosera referencia a su inamovilidad física. Tras su resurrección, empero, la pertinencia del mote resulta moralmente refrendada. Lauro aún sueña con la caída de Francisco Franco, el contagio del ejemplo de Cuba en el resto de América Latina, la multiplicación de Vietnam y, en fin, la victoria dialéctica del reino de la libertad sobre el reino de la necesidad. El Bulto ya no tiene cabida en el mundo de 1991: para no dejar duda alguna sobre su absoluto e irremediable anacronismo, Retes no sólo le retrata como un comunista trasnochado, sino que adjudica al personaje los prejuicios sexuales de un jesuita anclado en la Contrarreforma y el machismo del más cerril charro negro.

Solamente una vez que Lauro accede a contemporizar con la nueva realidad, las promesas del mundo en que ha despertado le son generosamente concedidas: un empleo (la ingenuidad ideológica del México de 1991 suponía que todo aquel que quisiera trabajar dentro de la economía formal, podía hacerlo... aunque hubiese estado en coma veinte años), una joven y entusiasta amante (¡revolución sexual, benditos sean los frutos de tus vientres!), el reconocimiento profesional de sus antiguos colegas periodistas, y la aceptación de los hijos a quienes no vio crecer. El Bulto incluso pide disculpas al cuñado burócrata por haberle acusado (¡oh, zafiedad imperdonable!) de complicidad con quienes, a punta de golpes, le habían obsequiado dos décadas de coma. Para (sobre)vivir en 1991, El Bulto sabiamente interioriza el consejo con el que le instruye Sonia, su hija: «Ya no se puede ser tan radical, papá».

Llegados a este punto, parecería que he defraudado cínicamente el propósito que había declarado cuando comencé a escribir estas líneas. No es así. Sucede que nuestras historias -pequeñas, frágiles, anónimas- se entretejen con la Historia grande, esa que se enuncia con mayúscula, cuyo estudio -hasta hace relativamente poco tiempo- ocupaba un lugar respetable entre las facultades universitarias. Así que mi vida estaba entretejida en el curso de los acontecimientos a los que antes me he referido: en 1991, yo era un adolescente que, como el cochinito bueno de la canción de Cri-Cri, hacía cuanto estaba en su mano para ayudar a su pobre mamá a lidiar con un divorcio encarnizado, el machismo inveterado que le negaba el acceso al empleo y los despiadados ajustes macroeconómicos que, según se nos decía en aquellos años, colocarían al país en que nací en el mismísimo umbral del Primer Mundo merced a su cuidadosa observancia de la ortodoxia neoliberal. 1991 fue también el año en que me hice comunista

Mi conversión tuvo lugar una soleada mañana de viernes en la que me sentía desmesuradamente feliz. La liberación del yugo opresor de mi padre hacía sencillamente deliciosa la estrechez económica bajo el techo de mi madre. ¿Quién necesitaba dinero, cuando bastaban los dos pies para llegar hasta donde el cuerpo aguantara? Bastaba un par de buenos zapatos para que la Ciudad de México me entregara sus secretos a la usanza de los poetas malditos: en cada esquina era libre de elegir un camino, y cada camino era un universo que se desplegaba a mi voluntad. No obstante, aquella mañana mi madre me había obsequiado con un pequeño capital, destinado exclusivamente a mi diversión. Por la tarde, terminando las clases, mis amigos me iniciarían en el paraíso de las discotecas con su horizonte inabarcable de música pop, movimiento emancipador y chicas guapas. Yo era consciente de que no podría repetir la experiencia en mucho tiempo -los chicos pagaban la entrada, las chicas no-, pero confiaba en que la fortuna me sería favorable. Sólo necesitaba una oportunidad. La tardeada (nombre abreviado que recibía la franja horaria diurna que las discotecas destinaban a los menores de edad) se presentaba a mi fantasía con el rostro borroso de una compañera -desde entonces la imaginaba única e irrepetible- con la que compartiría la dicha de mi recientemente descubierta libertad de flâneur. Como todo rito de iniciación, mi primera tardeada venía recubierta de la emoción contenida del misterio y la impaciencia del tránsito a la madurez.

Aquella mañana, mientras caminaba con mis amigos hacia el colegio, nuestra conversación giraba -evidentemente- en torno a la tardeada. Visiones: según el modo y preferencia, cada uno ligaría a sus anchas. Estrategias: cómo abordar a una chica si estaba acompañada por un grupo de amigas. Bravatas: cómo abordar a una chica si estaba acompañada por su novio. Entonces se me acercó aquel hombre. Pequeño, arrugado, maloliente. Con sus sandalias polvorientas y su traje de manta parecía un personaje extraído de algún dibujo escolar sobre la batalla del Cinco de Mayo. Aquel hombre, sin embargo, no plantaba cara a los franceses. Tenía el rostro surcado por esas peculiares manchas que dejan las lágrimas enjugadas con dedos sucios. Me mostró un billete de autobús:

- Joven, esto es lo que me costó llegar hasta acá. Quiero regresarme a mi pueblo. Cuesta lo mismo que dice aquí. ¿Me ayuda a comprar el boleto de regreso, por favor?

Ironía pura del destino, o declaración de la maestría de Dios (que Borges responda, por favor): lo cierto es que aquel hombre necesitaba, para regresar a su pueblo, exactamente la misma cantidad de dinero que costaba una entrada para la tardeada. De un lado, la musa (abstracta, pero musa al fin) que habría de hacer pleno el gozo de mi libertad. Del otro, un indígena desconocido con cabellos grises. En dieciséis años, jamás había puesto un pie en una discoteca porque mi padre no me lo permitía. ¿Quién hubiese podido reprocharme en caso de haber continuado mi camino, prestando oídos sordos a la súplica de aquel hombre? Sin embargo, era incapaz de moverme. Me quedé ahí, mirándolo, mientras manoseaba los billetes ocultos en mis bolsillos. Mis amigos se habían adelantado unos metros y, percibiendo mi indecisión, me miraban desconcertados. "Vámonos", me dijo quedamente uno de ellos. Yo ya no pensaba en la musa. Sólo podía ver el rostro de aquel hombre: lo imaginaba de pie, en el asfalto, un día tras otro, lo mismo bajo el sol que bajo el granizo. Imaginaba sus noches a la intemperie, eternamente temeroso de esa maldad que anida en la ciudad y ansía cebarse precisamente en los más débiles.

- Es  que vine a buscar chamba, joven, porque en mi tierra la cosa está muy difícil -balbuceaba mi interlocutor, con la mirada perdida en algún punto entre la vergüenza y el miedo- y, nomás llegué, me robaron la maleta con mis cosas y mi dinero... y nadie me da trabajo... y 'ora tengo que pedir limosna para comer...

No, aquello no podía ser. No podía permitirlo. Mi musa tendría que esperar... Le di a aquel hombre el dinero que mi madre me había obsequiado para que fuese iniciado en el paraíso de las discotecas.

Mis amigos se indignaron ante mi gesto. Desde su punto de vista, aquello había sido un desperdicio estúpido y una desconsideración mayúscula. Todo estaba planeado: comeríamos en la mesa familiar de uno de ellos, pernoctaríamos en la casa de otro. Incluso alguno había conseguido que su padre -o algún otro allegado- le prestara el automóvil en el que nos transportaríamos. A los amigos no se les deja plantados así: cualquier adolescente lo sabe. Tras un amargo intercambio de reproches, fui abandonado al término de la jornada. Mis frustrados compañeros de juerga, he de reconocerlo, me perdonaron rápidamente y me instaron a unirme a ellos en la parte gratuita del programa vespertino, pero con toda franqueza había perdido mi interés por el jolgorio. En cambio, una poderosa intuición me atraía hacia los estantes de la biblioteca escolar, donde me esperaba un libro cuya existencia había oído mencionar, pero que estaba prohibido en casa de mi padre: el Manifiesto del Partido Comunista. En la limitada (y conservadora) visión de mi padre, aquel texto era poco menos que un breviario para gandules, una excusa violenta para que, quienes no querían trabajar, arrebatasen a quienes sí lo hacían los medios para vivir. No obstante, yo sabía que mi madre ponía todo su empeño en encontrar un empleo y, sin embargo, nadie por aquel entonces parecía dispuesto a contratar sus servicios. El desempleo de mi madre obedecía en buena medida al machismo imperante entre sus potenciales empleadores, pero mi intuición me indicaba que igualmente hundía sus raíces en otras causas. Los noticieros insistían en que México se había vuelto rico, pero mi familia empobrecía a pasos agigantados ¿En qué se diferenciaba la situación de mi madre con la de aquel hombre que me había pedido ayuda, salvo en que las circunstancias de este último eran más desesperadas que las de mi familia?

Así que fui a la biblioteca, y leí el libro prohibido. Dos veces. La cabeza invencible de aquel alemán -parafraseando a Silvio Rodríguez, aunque ignoro si la frase realmente alude a Marx y, para serles sincero, tampoco me importa mucho- había sabido expresar mis propias ansias de emancipación. Aquel libro hablaba sobre mi madre, sobre el triste campesino que deseaba volver a su pueblo, sobre mí e incluso sobre mis amigos que, en aquel momento, habrán estado ligando: 


«La burguesía ha desempeñado, en el transcurso de la historia, un papel verdaderamente revolucionario. Dondequiera que se instauró, echó por tierra todas las instituciones feudales, patriarcales e idílicas. Desgarró implacablemente los abigarrados lazos feudales que unían al hombre con sus superiores naturales y no dejó en pie más vínculo que el del interés escueto, el del dinero contante y sonante, que no tiene entrañas. Echó por encima del santo temor de Dios, de la devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco y la tímida melancolía del buen burgués, el jarro de agua helada de sus cálculos egoístas. Enterró la dignidad personal bajo el dinero y redujo todas aquellas innumerables libertades escrituradas y bien adquiridas a una única libertad: la libertad ilimitada de comerciar. Sustituyó, para decirlo de una vez, un régimen de explotación, velado por los cendales de las ilusiones políticas y religiosas, por un régimen franco, descarado, directo, escueto, de explotación.»

Aquellas palabras me enardecían, me inspiraban, me llenaban de una energía que nunca antes había conocido. Salí de la biblioteca convertido en comunista. Los tiempos, empero, no eran favorables a mi nuevo credo ideológico. En diciembre de 1991, justamente, Mikhail Gorbachov renunció a la presidencia de la Unión Soviética un par de semanas después de que Rusia, Ucrania y Bielorrusia hubiesen acordado la creación de la Comunidad de Estados Independientes y la disolución del Estado soviético en el Tratado de Belovezh. Las librerías remataron a precio de saldo toda obra que pudiese relacionarse, así fuera remotamente, con la debacle del proyecto soviético. A precios verdaderamente irrisorios (considerablemente menores al coste de una tardeada), mi biblioteca personal fue poblándose con obras y autores de desecho: Marx, Engels, Lenin, Luxemburgo, Gramsci, el "Che" Guevara. Justo cuando el buque parecía irremediablemente hundido, yo había descubierto que los proletarios del mundo no tenían nada que perder, salvo sus cadenas: tenían, en cambio, un mundo que ganar.

El sobrenombre cayó por su propio peso, de los labios de uno de mis más queridos amigos. En agosto de 1992, acompañados por su padre -un hombre a quien ambos perdimos tiempo atrás, puesto que yo también le amé profundamente- asistimos a la proyección del filme de Retes en alguna sala cinematográfica del norte de la Ciudad de México, ahora desaparecida. Al término de la función, como era previsible, yo me había convertido en El Bulto (aunque, laus Deo, sin prejuicios jesuíticos ni machismo cerrero).


Seguí creciendo y alcancé la madurez bajo el signo de El Bulto. Supongo que habrá quien diga que, en mi búsqueda de la justicia, no siempre he sido coherente en la forma en que he articulado los principios políticos que han sostenido mis distintas concepciones sobre esta virtud social. Quizás tengan razón: toda búsqueda implica ensayos y mudanzas. No obstante, las raíces permanecen. Mi condición de Bulto siempre se remontará a las preguntas inscritas en el injusto dolor de un hombre desamparado y perdido en la inmensidad de una ciudad despiadada (¿por qué no había sido capaz de procurarse el sustento en su lugar de origen? ¿cómo fue que la carencia le había arrojado a la situación de desesperación en que le hallé? ¿realmente era dueño de su destino, enteramente responsable de la miseria que le acosaba? ¿su angustia era producto del azar o de la voluntad divina? ¿cómo es que las respuestas dictadas por el saber convencional para explicar su circunstancia resultaban tan sospechosamente favorables a quienes ya disfrutaban de una vida favorecida?), la libertad del flâneur recientemente conquistada, y la lectura apasionante y apasionada de un libro prohibido.


Ahora ya no soy El Bulto. O, mejor dicho, ya no lo soy enteramente, y tampoco como lo fui antaño. El idealismo frustrado de mi juventud cuajó en la amargura de mi edad madura. «Un hombre», escribe Borges, «se confunde, gradualmente con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circustancias». Hoy soy en parte El Bulto, y en parte soy un inmigrante que tiene que ocuparse de asuntos prácticos: asimilar rápidamente las reglas del performance social del lugar en que me toque hospedarme, hacer funcionar las burocracias de tres distintos Estados, conservar (y, de ser posible, mejorar) el precario estatus migratorio que le ha sido concedido a mi familia. En parte soy también el padre de Mariana: quien, a la par que su madre, tiene que pagar el alquiler de su habitación, las facturas del médico, sus ropas, sus juguetes...


Mientras mi pensamiento divaga en estas ineludibles mezquindades cotidianas, me viene a la memoria la misión Voyager, integrada por esas dos naves espaciales que, desde 1977, surcan el universo como vehículos de la (¿demasiado humana?) aspiración de comunicar la existencia de nuestra especie a cualquier inteligencia que pueda existir fuera del Sistema Solar. Como es sabido, las naves Voyager van equipadas con un conjunto de materiales audiovisuales que dan cuenta de la forma en que los humanos pensamos, sentimos, entendemos el universo y nos percibimos a nosotros mismos. Entre las piezas de música incluidas en el Voyager's Golden Disc, figura una sencilla y portentosa creación de J. S. Bach: el Preludio y Fuga en Do, Libro 2, Número 1, de Das Wohltemperierte Clavier (BWV 870), en la inigualable interpretación de Glenn Gould.





Quisiera que Mariana, cuando mire muy adentro en las profundidades de mis pupilas, vea la sombra de El Bulto como un extraterrestre escucharía esta breve pieza musical: algo muy lejano, pero no por ello menos digno de consideración. El Bulto es, sin duda, apenas un fantasma, pero un fantasma sigue siendo algo más que nada.


Quisiera que Mariana hubiese conocido al loquito que, metido en la boca del lobo de la Escuela Libre de Derechas (perdón, quise decir Derecho) donde recibió su primera formación profesional, intentaba socavar -con escasos recursos retóricos, es preciso reconocerlo, salvo una intuición elemental de justicia- el argumento del profesor de Economía que afirmaba el derecho del propietario de unos mastines a proveer con leche a sus bestias, aunque en el mundo hubiese personas muriendo de hambre. El único que, en un debate entre los compañeros de la primera generación con la que compartió las aulas universitarias, tomó la voz en contra de la expoliación de recursos naturales perpetrada por las empresas trasnacionales. Quisiera que hubiese conocido al joven abogado que vivía con muy poco dinero, y repartía su salario con quienquiera que lo necesitase. El que pasaba noches en vela, intentando convencer a quienes tenían en sus manos tomar decisiones importantes para que no permitiesen una militarización de la seguridad pública. El que se tomaba terriblemente en serio la libertad sindical. Quisiera que cuando Mariana se asome a las pupilas del cansado profesor inmigrante, agobiado por la precariedad, pueda ver más allá del presente: en partes iguales a mi pasado y a su futuro. Porque tu viejo fue alguna vez El Bulto, mi niña: la síntesis de un Preludio y una Fuga que, al final, perdieron su rumbo entre las aguas heladas del cálculo egoísta. Pero el profesor inmigrante, a fin de cuentas, es un avatar de El Bulto, y quiere para ti un mundo donde los hombres y las mujeres no sean orillados a sucumbir a  un mercado y una ciudad sin corazón. El Bulto permanece y, desde su anacronismo marginal, avista los nuevos días: tus días, Mariana, aquellos que -otro artículo de fe, puesto que eso quiero creer- habrás de vivir en amor y libertad.


En la epifanía de tu rostro, Mariana, se resuelven todas mis utopías.


viernes, 19 de noviembre de 2010

A Vueltas con el Bicentenario

Últimas noticias. Esta semana, la revista digital fronterad ha publicado un ensayo de mi autoría en el que abordo el bicentenario de los procesos de independencia en Iberoamérica. Si alguno de los visitantes de este blog está interesado en tales cuestiones, le exhorto a que eche un vistazo a «"La Tempestad" sobre Ultramar: Memorias de un Bicentenario criollo». Ya me dirán mis (abandonados) lectores qué les parece el artículo de marras...

lunes, 18 de octubre de 2010

La Huelga General

Apenas han pasado tres semanas desde la huelga general convocada por los sindicatos españoles en contra de una reforma laboral leonina que, sin embargo, no llegó a provocar reacción alguna en la clase trabajadora desde el preciso momento en que fue anunciada o, cuando menos, antes de que fuera iniciado su trámite parlamentario (tema que abordé previamente en este mismo blog, aquí y aquí, cuando en el mes de junio me dediqué por algunas semanas a despotricar contra el campeonato mundial de fútbol celebrado en Sudáfrica). Hoy, tal pareciera que nadie recuerda la gesta heroica que los trabajadores españoles emprendieron el pasado 29 de septiembre. ¿Cuáles serán las causas de este olvido repentino y aparentemente prematuro? Me atrevo a aventurar una hipótesis que sirva como respuesta tentativa a esta interrogante: porque, amén de haberse programado tardíamente, una sola jornada de huelga es insuficiente para forzar cambio alguno en la situación actual.

Hubo una época (me parece que esta expresión levanta murmullos extrañados y escépticos entre los lectores más jóvenes: en efecto, el mundo existía antes de su nacimiento) en que la huelga general fue considerada una opción estratégica idónea para finiquitar el capitalismo y la desigualdad en éste que se funda. Primero contó con el beneplácito de las huestes anarquistas y, posteriormente, con la entusiasta adhesión de los grupos socialistas más radicales entre aquéllos que formaron parte de la Segunda Internacional. Hacia agosto de 1906, en efecto, la teórica marxista Rosa Luxemburgo (transliteración castellana del nombre polaco Róża Luksemburg) redactó en Kuokala, Finlandia, el célebre folleto titulado Huelga de Masas, Partido y Sindicatos, en el que pretende educar a los trabajadores alemanes en el ejercicio revolucionario del derecho de huelga a partir de la experiencia de los sindicatos rusos. Luxemburgo concibe la huelga general como «un fenómeno [...] variable que refleja todas las fases de la lucha política y económica, todas las etapas y factores que intervienen en la revolución», y aún llega a afirmar que, lejos de representar «un método artesanal descubierto por un razonamiento sutil», esta variante de la huelga constituye «el método de movimiento de la masa proletaria, la forma fenoménica de la lucha proletaria en la revolución». Dicho brevemente: para Luxemburgo, huelga general y lucha obrera son una y la misma cosa.

Aunque la ortodoxia marxista de Luxemburgo le llevó a intentar distanciarse de los anarquistas en su folleto, lo cierto es que su caracterización de la huelga general no es totalmente ajena a éstos. Tanto Luxemburgo como los anarquistas imaginaban que, llegada la fecha convenida para la huelga, la totalidad de los trabajadores dejarían el trabajo durante un periodo más o menos largo, obligando así a las clases poseedoras a darse por vencidas o a atacar a los obreros, con lo cual darían a éstos el derecho a defenderse y a derribar, aprovechando la ocasión, las inicuas estructuras socioeconómicas que sostienen al sistema capitalista de producción. No debe extrañarnos entonces el atractivo que la huelga general ha ejercido tradicionalmente en el imaginario de la izquierda. Jack London dramatizó este proyecto revolucionario en dos relatos: un cuento titulado The Dream of Debs (en clara alusión a Eugene Victor Debs, miembro fundador de Industrial Workers of the World y candidato presidencial del Socialist Party of America en varias ocasiones) y el capítulo XIII de su novela The Iron Heel, que lleva por título, precisamente, «The General Strike». Ciertamente, en ninguno de los dos casos resulta apetecible la perspectiva de formar parte de la oligarquía capitalista, así sea en la ficción, una vez que la huelga general ha sido puesta en marcha.

Por supuesto, en los tiempos que corren difícilmente podemos imaginar a Cándido Méndez o a Ignacio Fernández Toxo llamando al asalto de La Moncloa o a levantar barricadas en torno al Palacio de la Zarzuela. Ahora (aunque con la crisis que está cayendo, quién sabe hasta cuando) están al uso estrategias huelguísticas más modestas, que mantengan en su sitio los elementos clave del tinglado capitalista. No obstante, cabría esperar razonablemente que los principales sindicatos españoles hubiesen convocado a la huelga general antes del trámite parlamentario de la reforma propuesta por el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero (insisto en este punto) o que,  cuando menos, no limitaran las protestas a una sola jornada laboral. Como muestra de que la oposición a la susodicha reforma pudo gestionarse de otra manera, ahí tenemos el caso francés. A la fecha, ya son ocho las huelgas a las que ha tenido que hacer frente el gobierno del presidente Nicolas Sarkozy en lo que va de año como respuesta a sus planes de ajuste y su proyecto de endurecimiento de la normativa laboral. La última, en marcha desde el pasado 12 de octubre, ha contado con la adhesión de multitud de sectores (incluidos los estudiantes) y se renueva desde entonces cada 24 horas, sin fecha de caducidad establecida. Esta huelga reivindica la retirada de un proyecto de ley que se debate actualmente en el Senado y que pretende retrasar la edad legal de jubilación de 60 a 62 años, y la edad a la que debe jubilarse un trabajador que no haya cotizado el tiempo necesario para cobrar la pensión entera, de 65 a 67 años.

El potencial vindicativo que reviste aún hoy en día la huelga general puede resumirse en el razonamiento de un viejo sindicalista francés de La Poste que, plantado en medio del Boulevard du Temple, señalaba el pasado viernes a un periodista del diario El País: «Si paralizamos el país, Sarkozy cederá. Si no, no». Así como Rosa Luxemburgo recomendaba a los obreros alemanes seguir el ejemplo de sus compañeros rusos, quizás los trabajadores españoles puedan aprender algo de los acontecimientos que ahora mismo tienen lugar al otro lado de los Pirineos: la huelga en Francia no se olvidará al cabo de pocas semanas, sencillamente, porque los sindicatos y los trabajadores de aquel país se han tomado en serio su confrontación con la administración de Nicolas Sarkozy. Aquellas cosas que valen la pena en esta vida no se consiguen en un solo día; la defensa de los derechos por regla general exige más de 24 horas. Otro mundo es posible, pero no podremos acceder a él sin sacrificio.

viernes, 24 de septiembre de 2010

Crudo Bicentenario

Toca abordar el tema mexicano una vez más: la semana pasada finalmente llegaron a su clímax los faraónicos festejos del Bicentenario de la Independencia. El saldo: según los datos provistos por el propio Gobierno Federal, 700 millones de pesos (aproximadamente 41,391,013 de euros) fueron alegremente invertidos en banderitas, vestimentas típicas, carros alegóricos, artistas, juegos pirotécnicos, iluminación callejera y demás parafernalia festiva, que generosamente fructificaron en 518 toneladas de basura (sólo en la Ciudad de México). La magnitud del dispendio es apreciable comparando algunas cifras:  tal como hace notar el sitio web significativamente titulado El Aguafiestas del Bicentenario (según el cual el gasto en las fiestas del Bicentenario alcanzó la astronómica cifra de 2,971,600,000 pesos), el dinero destinado al Fideicomiso Bicentenario hubiese bastado para cubrir algunos de los recortes presupuestales más significativos en el presente ejercicio fiscal: por ejemplo, 812 millones de pesos en materia de ciencia y tecnología, o 450 millones de pesos para la alfabetización de los adultos. Del mismo modo, esos recursos pudieron emplearse para cubrir algunas deficiencias seculares del Estado social mexicano: apenas 250 millones de pesos fueron destinados al Fondo de Apoyo a Grupos Vulnerables. El Bicentenario ciertamente sabe a novela de realismo mágico, pero sin magia: sólo un recuento de derroche absurdo. Si a ello sumamos la situación de violencia e inseguridad que vive el país, no debe extrañarnos que el tradicional "Grito de Dolores" (ceremonia que conmemora el inicio de la lucha independentista) haya sido sustituido con un grito de dolor... a secas.


Dejando a un lado la sorprendente capacidad de autocrítica (o absoluta ausencia de comprensión del discurso) del Gobierno de la Ciudad de México, que ha puesto su sello en este vídeo sin considerar que temas como la gestión de la basura o la seguridad en las instalaciones del metro entran en su propia órbita de competencias, quizás valiera la pena atender a la iracunda voz de Perla no tanto para echar en cara al mal gobierno lo que es evidente, sino para reflexionar sobre lo que significa ser soberano o, dicho en otro términos, formar parte activa del demos y así ejercer nuestra cuota de libertad republicana. Los festejos del Bicentenario simplemente han perpetuado el legado del nacionalismo revolucionario (otra prueba del fracaso de la triste transición panista), pero la indignación que han despertado igualmente anuncia el agotamiento de la ideología que cimentó al Estado mexicano durante gran parte del siglo XX. Es cierto que aún abundan los mexicanos inclinados a la borrachera del dieciséis de septiembre (máxime cuando viene aderezada con efluvios de Bicentenario); a los gestos marciales ante la bandera o al llanto porque no tengo trono ni reina, pero sigo siendo el Rey. También lo es que son muy pocos los dispuestos a participar en las agrupaciones vecinales de su comunidad o, sin ir más lejos, a cumplir con el deber ciudadano de votar cada vez que se celebran elecciones. No obstante, el reclamo de Perla nos hace ver que las cosas han comenzado a cambiar...

Si nos tomamos en serio el grito de Perla, habremos de reconocer que el lenguaje nacionalista de singularidad, unicidad y homogeneidad ya nada puede ofrecer al pueblo mexicano. Ahora más que nunca es indispensable recuperar –o, mejor dicho, recrear- las voces del patriotismo. Históricamente, la tradición patriótica ha proclamado que, para sobrevivir y prosperar, la libertad política necesita virtud cívica, esto es, ciudadanos  capaces de comprometerse con el bien común, dispuestos a defender los derechos de todos y de cada uno. Ciudadanos menos interesados en sus propios asuntos y más entregados, en cambio, al amor –no exagero en el empleo de este término- que exigen las instituciones democráticas.

El redescubrimiento de la patria indudablemente se expresa mejor en el lenguaje de las emociones y la pasión: cariño a los lugares plenos de recuerdos y esperanzas, querencia de las personas que consideramos cercanas a nuestro proyecto de vida. Amor a la libertad que preserva la dignidad de unos y otras. Amor, en fin, a las instituciones democráticas, pero no en un sentido abstracto, sino a aquéllas que han sido construidas en un contexto histórico concreto y que están ligadas a nuestra cultura, a nuestro entorno particular. Y, no obstante, pese a que se trata de un amor concreto y particular, dado su objeto –la libertad y las instituciones que la hacen posible-, desapegado de la necesidad de homogeneidad cultural, social, religiosa, lingüística o étnica que ordinariamente reivindican los nacionalismos. En suma, un amor particular, pero no exclusivo: el amor a la libertad común de nuestro pueblo fácilmente trasciende las fronteras nacionales y se transforma en solidaridad, en repudio a cualquier forma de opresión.

El vetusto nacionalismo sólo nos ha podido ofrecer un crudo bicentenario, deshonrado con cuotas insultantes de desigualdad. Quien pretenda amar a México haría bien en despojarse del velo nacionalista que conduce al engreimiento necio por su “originalidad” (aquel como México no hay dos que tantos descalabros trae aparejados) para, en cambio, fijar sus miras en lo mejor de su historia, en aquellos momentos brillantes en que ha aportado lo mejor de sí en la construcción de un mundo más justo y libre. Así, armado con el cristal de aumento del patriotismo podría admirar con otros ojos aquel acto inaugural del Congreso de Chilpancingo –celebrado el 14 de septiembre de 1813-, en que don José María Morelos y Pavón leyó ante la concurrencia el famoso documento conocido con el nombre de Sentimientos de la Nación, cuyo numeral duodécimo establece lo siguiente:


Que como la buena ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestro Congreso deben ser tales que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres, aleje la ignorancia, la rapiña y el hurto.

Desde una perspectiva patriótica, la promesa de igual libertad formulada por Morelos es la única grandeza que legítimamente podría reivindicar la República Mexicana. No obstante, dos siglos después de consumada la independencia, debemos reconocer avergonzados que no hemos conseguido “moderar la opulencia y la indigencia”, ni “aumentar el jornal del pobre”. El patriotismo mexicano, en efecto, no tiene más remedio que partir de una realidad incontestable: en México, la república –o la libertad común, de todos y para todos- aún no se ha instaurado plenamente. Quienes, como Perla, cuestionaron el festejo del Bicentenario tenían razón: no hay, al día de hoy, motivos para festejar una libertad republicana inexistente. Sin embargo, esto no significa que todo esté perdido: para quienes verdaderamente amen a México, la indignación siempre puede dar paso a la acción liberadora.

martes, 7 de septiembre de 2010

Política Descafeinada

Han pasado más de dos meses desde la última vez que apunté algo en el blog. Tras un verano que, por razones personales (en los próximos meses me veré obligado a abandonar España y mudarme a Canadá) y culturales (el verano español es poco propicio para emprender cualquier tipo de esfuerzo, sea éste físico o mental) he pasado sumergido en absoluta indigencia intelectual, finalmente he sacudido las telarañas que cubrían mis neuronas y heme aquí de vuelta, con ojos como platos ante los torcidos derroteros por los que se han despeñado las libertades públicas en el Viejo Continente.

El escándalo reviste con oropeles de novedad el suceso viejo que me dispongo a comentar en las siguientes líneas. El pasado 26 de abril, el Consejo de la Unión Europea reunido en Luxemburgo aprobó el Documento 8570/10, titulado «Proyecto de Conclusiones del Consejo sobre la Utilización de un Instrumento Estandarizado, Multidimensional y Semiestructurado de Recogida de Datos e Información Relativos a los Procesos de Radicalización en la UE». La iniciativa forma parte de la estrategia de prevención del terrorismo en Europa. Sin embargo, el documento no restringe la vigilancia policial a los supuestos de presunta actividad terrorista, sino que la extiende sobre cualquier individuo o grupo sospechoso de haberse radicalizado. Conforme a dicho texto, la Unión Europea (UE) dará seguimiento a los «procesos de radicalización» mediante la vigilancia de «agentes» que mantienen «actitudes radicales» y que, consecuentemente (o, mejor dicho, según suponen quienes le redactaron), contribuyen a la radicalización de otras personas. Tales actitudes son definidas como posturas de «extrema izquierda o derecha, nacionalistas, religiosas o antiglobalización».

Previamente, en marzo de este año fue acordado el documento 7984/10, cuyo objetivo consiste en recomendar el almacenamiento de «datos sobre la radicalización violenta». Este documento clasificado fue recientemente publicado por la ONG Statewatch. En términos similares al 8570/10, propone la vigilancia de los radicales «violentos». La naturaleza jurídica de ambos documentos resulta sumamente opaca, ya que su carácter es sólo orientativo. No son directivas que los Estados miembros de la UE tengan que poner en práctica obligatoriamente. Como meras propuestas, tampoco están sometidos al debate y a la aprobación del Parlamento Europeo, con los correspondientes controles jurídicos y políticos que vinculan al proceso legislativo.

El Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia define la voz radical, en primerísimo término, como un adjetivo que indica aquéllo «perteneciente o relativo a la raíz». En términos políticos, por tanto, radical es todo aquel que: 1) pretende transformar las estructuras sociales o políticas vigentes desde sus propios fundamentos; y 2) aspira a realizar los principios que inspiran su visión de la comunidad política hasta sus últimas consecuencias. Históricamente, el radicalismo ha encontrado expresión en una tradición de pensamiento político que recoge nombres tan relevantes como los de Thomas Paine, Mary Wollstonecraft, Jeremy Bentham y James Mill en el ámbito angloamericano; o Alexandre Auguste Ledru-Rollin y Louis Blanc entre los francófonos. Grosso modo, bajo la bandera radical se han agrupado quienes comparten convicciones republicanas con fuerte impronta democrática y que, consecuentemente, abogan por la liberación del individuo de cualesquiera formas injustas de dominación a la par que promueven su efectiva participación en las decisiones colectivas, por ejemplo, mediante el sufragio universal, la libertad de prensa y los derechos de reunión y asociación.

Resulta significativo que, en los tiempos que corren, ni los radicales ni la radicalización tengan cabida en Europa. Habrá que andarse con cuidado si, pongamos por ejemplo (un planteamiento meramente hipotético, por supuesto... no quisiera que me tachen de radical), en un momento de despiste se nos ocurre opinar en voz alta que quizás las cosas le irían mejor a España bajo una constitución republicana y federal; o que la política de inmigración instrumentada por el gobierno de Nicolas Sarkozy puede indistintamente calificarse como racista, xenófoba e incluso violatoria de las normas fundamentales que rigen la Unión Europea; o que el historial judicial de Silvio Berlusconi (aunque ud. no lo crea, es posible disponer con cierto detalle de esta información en Wikipedia) parece más digno de un jefe de la mafia que del Primer Ministro de Italia. Tales ideas disolventes sin duda promueven la radicalización de otras personas y, en este tenor, pueden motivar una justificada suspicacia policial en este lado del Atlántico. Bajo la sombra de los documentos 7984/10 y 8570/10, la política sólo podrá tomarse descafeinada... para protección de su salud y su seguridad, por supuesto, querido(a) lector(a): por el momento (y hasta nuevo aviso), las autoridades europeas le preservarán de las radicales (y peligrosas) utopías.