El día de ayer, Ricky Martin confesó públicamente su homosexualidad. Hoy, a escasas horas de la declaración, me he encontrado con varias docenas de comentarios (y alguna que otra broma homófoba) en torno ella. ¿Por qué suscita tanto interés un asunto que, en principio, parece tan exclusivamente íntimo? Me viene a la memoria el título del apartado introductorio del primer volumen de la Histoire de la Sexualité escrita por Michel Foucault: «Nosotros, los Victorianos». No parece exagerado afirmar que, en el plano moral, no hemos sido capaces de trascender el siglo XIX: con todas nuestras supuestas libertades sexuales, aún impera sobre nuestros espacios públicos la moral pacata de la edad de la hipócrita burguesía, como le llama el propio Foucault.
El sabroso escándalo que despiertan casos como el de Ricky Martin demuestra que las prácticas sexuales contemporáneas aún se encuentran lastradas por la hipótesis represiva, esto es, la idea de un gran mecanismo central destinado a decir que no en lo que atañe al ejercicio de nuestra sexualidad. El sexo supuestamente está circunscrito a la privacidad de las alcobas: es un tabú, un tema prohibido. Sin embargo, Foucault ha demostrado que, en realidad, la sociedad aspira constantemente a controlar y limitar tanto la sexualidad como cualquier discusión en torno a ella, de modo que, en los hechos, la represión provoca el discurso sexual para afianzar el control social sobre cada uno de nosotros.
Un ejemplo resultará sumamente útil para aclarar esta aparente paradoja. El sacramento católico de la reconciliación (esto es, la confesión) representa por excelencia a aquellas instituciones orientadas a incitar el discurso sexual en términos foucaultianos. La Iglesia es particularmente rigurosa en la proscripción del sexo y, precisamente por ello, persigue hasta en sus ramificaciones más ínfimas todas sus manifestaciones, correlaciones y efectos: algún jirón de un sueño, una imagen voluptuosa, una complicidad entre la mecánica del cuerpo y la complacencia de la mente: todo lo que concierne a la sexualidad debe ser relatado detalladamente al confesor.
Asimismo, la confesión puede ser entendida como una admisión de culpabilidad. Por un lado, esto implica que la acción confesada es un acto malvado, susceptible de castigo... un crimen, en el sentido más amplio de la palabra. Por otro lado, implica que algo puede ganarse mediante el reconocimiento del acto reprensible. Así, la confesión se convierte en una vía privilegiada hacia la verdad. Cuando se aplica al discurso sexual, el modelo de la confesión dispone que, cuando el pecador arrepentido admite la verdad de sus desviaciones, encuentra en este acto algún tipo de liberación. De ahí que la confesión se haya convertido en una de las técnicas más valoradas en el Occidente para la producción de la verdad: los hombres y las mujeres occidentales son, tal como les califica Foucault, animales de confesión.
La importancia de la vinculación entre la sexualidad y el confesionario reside en que, al postular la idea de que el discurso sexual de alguna manera revela la verdad, al propio tiempo le convierte en una fuente de identidad. El sexo supuestamente encierra la última verdad sobre nuestra persona (aquéllo que, en principio, permanece oculto a los demás) y, en este sentido, nos ofrece una mirada sobre nuestra más profunda e íntima realidad.
La confesión de Ricky Martin se inscribe en este marco inquisitorial, aún cuando sus protagonistas hoy en día sean asaz distintos. Actualmente, el ojo público de los paparazzi ha sustituido el rigor de los confesionarios... pero los efectos en uno y otro caso no son tan distintos. La llamada prensa del corazón, en última instancia, es un instrumento de comunicación social del ideario conservador: a pesar de su aparente condescendencia con los libertinos de todo cuño, esta nueva Inquisición transmite al público un pliego de acusaciones encubierto, encaminado a poner en marcha los vetustos mecanismos de la condena social enraizados en las difusas nociones tradicionales sobre la virtud y el pecado. La lógica que norma a esta variante posmoderna de la confesión es impecable: la "transgresión" alimenta el escándalo, y el escándalo conviene a los índices de audiencia.
No debe extrañarnos entonces que Ricky Martin haya permanecido durante tanto tiempo en el armario, tal como se dice coloquialmente. Los personajes públicos cuya vida no se rige por los cánones del prejuicio ambiental acaban por verse forzados a sobrellevar una vida moral desdoblada: la autenticidad a la sombra, la moralidad rutinaria a la luz del día. Ahora que Martin ha hecho pública su preferencia, si realmente aspiramos a construir un mundo en que sea posible la igual libertad de todos, quizás nos competa guardar silencio. No sólo en el caso del cantante puertorriqueño, sino en el de todos aquéllos que se encuentren en su situación, cabe recordar que, como apunta John Stuart Mill en On Liberty, «la única parte de la conducta de cada uno por la que es responsable ante la sociedad es la que se refiere a los demás», porque «sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano» y «su independencia es, de derecho, absoluta». Las acciones privadas de cada agente moral sólo atañen a su conciencia: a resultas de ello, sobre las prácticas sexuales entre adultos que consienten y aceptan realizarlas, sin dañar a terceros, los demás no tenemos nada que decir. Y punto en boca.