lunes, 21 de junio de 2010

Entre José Saramago y Carlos Monsiváis

Tras una noche de absoluto insomnio que, para mi mala fortuna, coincide con el lunes que inaugura el verano (¡empiezo a notar el calor!), confieso que apenas poseo la coordinación indispensable para endulzar mis acostumbradas tazas de té vespertinas. Esta tarde, el ingenio parece absolutamente fuera de mi alcance. Pido disculpas, entonces, por mi total sumisión a la cursilería del lugar común cuando afirmo que, en este mes de junio, la república de las letras se ha vestido doblemente de luto: en una semana y con apenas un día de diferencia, murieron José Saramago y Carlos Monsiváis.

Mi insomnio no es excusa para pasar por alto estas ausencias. Sin embargo, tampoco lo es para redactar una esquela bloguera que no esté a la altura de las circunstancias. Opto, entonces, por una simple expresión de mi duelo personal por aquéllo que he amado en ambos escritores: Saramago, extrañaré tu estilo austero, tu compromiso solidario con los débiles, tu lúcida inquisición sobre los mitos fundacionales de Occidente (aunque L'Osservatore Romano pretenda polemizar con tus cenizas y, cobardemente, ahora que ya no puedes replicar, te tache de populista extremo e ideólogo antirreligioso). Monsiváis, extrañaré tu ironía brillante y tu mirada ácida sobre la sociedad mexicana, aunque igualmente seguiré criticando aquella tendencia tuya a rendirte sin reservas frente a las modas e ídolos coyunturales del parnaso progresista.

Entre Saramago y Monsiváis, mi identidad y mi futuro se tensan hasta prácticamente amenazar con el desgarro. Creo, como Saramago que «en la sociedad actual nos falta filosofía [...] necesitamos el trabajo de pensar» porque «sin ideas, no vamos a ninguna parte» (Otros Cuadernos de Saramago, Junio 18 de 2010). No obstante, también soy consciente de que mi flamante doctorado no entraña necesariamente una posibilidad real de contribuir a la justicia en este mundo, y mucho menos en México. El inconsciente me susurra con esa socarronería típica de Monsiváis: el intelectual latinoamericano up-to-date normalmente está «hastiado de las tenebrosidades y brumas del cubículo, y del tema de tesis explotado hasta la saciedad en congresos donde nadie escucha y todos se promueven», puesto que prefiere en cambio constituirse en «hombre [o mujer, habremos de añadir nosotros] de acción, que acumula conocimientos durante una década con tal de gobernar —en algún nivel— las dos siguientes». Quienes me han precedido en la carrera académica y ahora se han incorporado a la burocracia dorada en cualquiera de los tres poderes no dejarán de reconocer la amarga verdad denunciada por Monsiváis: ante la disyuntiva entre «las muchedumbres elitistas en la cumbre, o la plebe insolente en las calles», las horneadas de doctores (en España nos producen en serie, y por eso nuestros títulos están ligeramente devaluados frente a la auténtica élite procedente de la Ivy League) suelen tener claro que «el problema verdadero de México no es renegociar triunfalmente la deuda externa hasta el fin de los tiempos, ni la inútil existencia de la oposición, ni la sobreabundancia de nacos, sino algo realmente mágico: cada seis años sólo hay un Presidente». La pregunta del millón, entonces, es la siguiente: «¿Cómo es posible esa mezquindad, un solo Presidente si cada año terminan el posgrado cientos de jóvenes intelectuales dignos del cargo, y si en un país del Tercer Mundo, un puesto inferior a Presidente, es un nombramiento devaluado?» ("Para un cuadro de costumbres: De cultura y vida cotidiana en los ochentas", Cuadernos Políticos, número 57, México, mayo-agosto de 1989).

Me niego a convertirme en sujeto de las sátiras de Monsiváis. Dondequiera que me lleve la vida, y en un ejercicio de testaruda ingenuidad quizás inexcusable en los días que corren (la crisis suele ensañarse en primer término con la investigación en el ámbito de las ciencias sociales y las humanidades), elijo quedarme con la Universidad: con el pensamiento sosegado, con la docencia, con las ponencias y los artículos que, con toda probabilidad, muy pocos leerán. A pesar de sus intrigas cortesanas, me quedo con la Universidad porque, como apuntara Saramago, hoy más que nunca necesitamos la filosofía como espacio, lugar y método de reflexión. Y también porque es posible hacer filosofía (¡o, mejor aún, hacer Universidad!) bajo el severo imperativo ético definido por el propio escritor luso: «Las miserias del mundo están ahí, y sólo hay dos modos de reaccionar ante ellas: o entender que uno no tiene la culpa y por tanto encogerse de hombros y decir que no está en sus manos remediarlo —y esto es cierto—, o bien asumir que, aun cuando no está en nuestras manos resolverlo, hay que comportarnos como si así lo fuera» (Otros Cuadernos de Saramago, Junio 15 de 2010). Con toda buena fe estoy convencido de que esa actitud es, justamente, el combustible que requiere la construcción efectiva de la utopía aún bajo el imperio del capitalismo tardío.


José Saramago y Carlos Monsiváis (Acteal, México, marzo de 1998). Fotografía publicada en La Jornada en su edición del domingo 20 de junio de 2010.


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