miércoles, 23 de junio de 2010

Nacionalismo (Futbolístico) sin Patriotismo

Entre los titulares de la edición digital del diario mexicano El Universal  del día de hoy destaca uno que me ha llamado poderosamente la atención: el cronista deportivo José Ramón Fernández declara que no es un «traidor a la patria» (sic) por haber aventurado pronósticos pesimistas respecto al desempeño de la selección mexicana en el Mundial de Fútbol disputado en Sudáfrica. Fernández advirtió que el público le percibe como un «antipatriota» privado de amor por México y argumentó que, pese a su postura crítica respecto al desempeño del equipo que ostenta la representación nacional, es tan «mexicano como todos».

El Universal no se ha conformado con divulgar el manifiesto patriótico de Fernández: en cambio, ha convocado una auténtica provocatio ad populum (bajo la modalidad contemporánea de un foro en línea) con el propósito de explorar las penumbras extranjerizantes del alma del locutor y así establecer la autenticidad de su adhesión a las esencias de la mexicanidad. «¿Joserra es un antipatriota, o sólo dice a verdad?», pregunta con encomiable objetividad inquisitorial (perdón... quise decir periodística) El Universal a sus lectores. Por supuesto, eclipsada la manía de conquista suscitada por la victoria de la selección mexicana frente al conjunto francés tras la derrota del día de ayer, la mayoría de las respuestas incursiona en la lamentación que se escabulle de la primera persona del plural («la verdad duele, la selección está en manos de una mafia, Aguirre es una vergüenza»... ¡cuán efímeros son los goces del ganamos!), pero también hay quienes sin rubor alguno arrojaron sobre Fernández la infamante acusación de malinchismo que, según el Diccionario de la Real Academia, consiste en la «actitud de quien muestra apego a lo extranjero con menosprecio de lo propio» («¡Joserra es un criollo, es un amargado que admira a España, que se largue si no le gusta México!»).

El nacionalismo aderezado con el fútbol (¿o será al vésre?) conduce a peligrosos desatinos. En El Humor de Borges (Lectorum, 2008), Roberto Alifano recoge una conversación con el escritor sobre dicho deporte. «Yo no entiendo cómo se hizo tan popular el fútbol», confiesa Borges, y a continuación enumera las razones de su perplejidad: «[Es] un deporte innoble, agresivo, desagradable y meramente comercial, que interesa menos como deporte que como generador de fanatismo». En este mismo tenor, Borges apostilla con relación a sus implicaciones políticas: «El fútbol despierta las peores pasiones. Despierta sobre todo lo que es peor en estos tiempos, que es el nacionalismo referido al deporte, porque la gente cree que va a ver un deporte, pero no es así».

¿Qué es, entonces, lo que el fútbol ofrece a su público masivo? Aunque la reflexión de Borges trasciende fronteras y banderas, más de siete décadas de nacionalismo revolucionario en México (asumidas cómodamente por todos los partidos políticos mayoritarios, que reivindican el amor a la nación como coartada perfecta para toda suerte de chanchullos y atropellos) han constituido en una virtud la expresión agresiva y autocomplaciente de esa abstracción llamada mexicanidad. El fútbol simplemente presta el escenario para representar ritualmente la identidad nacional. Soy Mexicano: ergo, mi destino glorioso se juega en los terrenos de la CONCACAF o el Mundial. Desde que tengo uso de memoria, cada campeonato internacional de fútbol ha servido para revestir con falso orgullo la incertidumbre ubicua: durante escasos días, el sentimiento triunfalista opaca las realidades de la frágil economía, la democracia deficiente o las desigualdades sociales irresolutas. Cada partido jugado por la selección reinventa el contrato social, y constituye a quienes pintan su rostro con fervor trigarante (o, como se diría en los días que corren, en que la televisión es sólido reemplazo de la historia, tricolor) en  ciudadanos perfectos cuya conciencia cívica, paradójicamente, ha alcanzado la sabiduría cosmopolita de la cosmética (desfilan ante mi malinchista memoria los hinchas de Holanda con el rostro pintado en tonos anaranjados, los brasileños con las mejillas coloreadas en verde y amarillo, los ingleses con la cruz de San Jorge estampada en la frente... y así sucesivamente).

Si cuestiono el nacionalismo es porque necesariamente se nutre del espíritu de rivalidad, el egoísmo y el afán de dominio. Al igual que George Orwell, entiendo por nacionalismo, primero, «el hábito de asumir que los seres humanos pueden ser clasificados como insectos y que bloques enteros de millones o decenas de millones de personas pueden ser etiquetados confiadamente como "buenos" o "malos"» y, segundo (lo que es más grave aún), «el hábito de identificarse a uno mismo con una sola nación o unidad similar, colocándole más allá del bien y del mal y no reconociendo otro deber que promover sus intereses» («Notes on Nationalism», Polemic: A Magazine of Philosophy, Psychology & Aesthetics, Núm. 1, Octubre de 1945). Dicho brevemente: el nacionalismo es el amor, sin contrastes ni fisuras, por la cultura propia. Por consiguiente, el discurso nacionalista tenderá a excluir de la Nación a quienes no compartan nuestras condiciones geográficas, nuestra historia, nuestro lenguaje y nuestras costumbres. Los nacionalistas sólo son leales a sí mismos: ¡desdichados quienes no sean aceptados dentro de las difusas lindes de la Nación!

Soy consciente de los riesgos que asumo, entonces, al manifestar mi solidaridad con el denostado Joserra e incluso, en el colmo del malinchismo traidor, calificar al equipo tricolor como un placebo mercadotécnico para patriotas de pacotilla dispuestos a encuadrarse en el molde único del imperativo grito de gol o su opuesto, el gesto y la canción revanchistas. Podrá parecer increíble, pero el amor a la patria no nació con Pique en el Mundial de 1986, y ni siquiera (¡ay, hereje, dilo de una vez!) fue inventado por los próceres mexicanos ubicuos en los discursos públicos y las lecciones escolares de civismo: Hidalgo, Morelos, Juárez, Zaragoza o Zapata.

Ya en las Disputaciones Tusculanas, el jurista romano Marco Tulio Cicerón (106 a. C. - 43 a. C.) relaciona la patria con la lucha por las leyes y por la libertad civil (IV, 43). En la tradición del republicanismo clásico, por tanto, el amor a la patria es aquel afecto que inspira a los ciudadanos a servir al bien común. Sobre esta base, varios siglos después Niccolò Machiavelli (1469-1527) cimentaría idealmente la virtud cívica en el amor a la libertad pública y las leyes que la protegen. Para Machiavelli, el amor a la patria entraña el apego a la vida en libertad (vivire libero), que nos faculta para perseguir nuestros propios fines sin que nuestros derechos sean infringidos o nuestros proyectos legítimos obstaculizados por individuos poderosos y arrogantes. La patria merece nuestro amor en tanto nos permite «gozar de los bienes sin temor, no dudar del honor de la esposa [o esposo, habremos de añadir nosotros... qué se le va a hacer, eran otros tiempos] o de los hijos, o no temer por nosotros mismos» (Discorsi sopra la prima deca di Tito Livio, I, 16). Patria y libertad, en suma, son para Machiavelli una y la misma cosa, absolutamente ajena a la homogeneidad cultural o linguística (y, por supuesto, a las selecciones de fútbol).

El pueblo romano, sostiene Machiavelli, constituye un ejemplo para la posteridad porque fue virtuoso y civilizado. Según Machiavelli, los romanos amaban tanto su libertad que no permitieron que les fuera arrebatada por persona alguna, pero en igual medida cumplían voluntariamente las leyes que eran condición de aquélla, y obedecían a los magistrados encargados de aplicarlas (Discorsi sopra la prima deca di Tito Livio, I, 58). Del mismo modo, odiaban la servidumbre pero, mientras vivieron bajo el régimen republicano, no tuvieron ningún deseo de oprimir o avasallar a otros pueblos. Tales son los límites del patriotismo: Machiavelli considera que nuestro deber hacia la patria termina en cuanto la libertad que le dota de sentido es traicionada. Así, apunta en la Istorie Fiorentine las siguientes palabras, que atribuye Rinaldo degli Albizzi, enemigo acérrimo de Cósimo de Médicis:


«Me importará siempre bien poco el vivir en una ciudad donde las leyes tienen menos fuerza que los hombres. Sólo es apetecible una patria en la que uno pueda disfrutar tranquilamente con sus bienes y con sus amigos, no aquélla donde los bienes te pueden ser arrebatados sin dificultad y donde los amigos, por miedo de su propio mal, te abandonan cuando más los necesitas» (IV, 33).

¿En México, tienen las leyes más fuerza que la voluntad de los poderosos? ¿La justicia repara las afrentas sufridas por los humildes? ¿Es posible disfrutar, en libertad y sin temor alguno, la compañía de quienes amamos? Por otra parte, si estas condiciones de la vita libera son ajenas al espacio público, ¿qué sentido tienen las reivindicaciones agonísticas de la mexicanidad manifestadas en el apoyo fanático a la selección nacional, las lágrimas ostentosamente derramadas al son de los mariachis o la degustación de chiles en nogada el 16 de septiembre?

Sueño con el día en que la devoción a México trascienda las formas pueriles y ególatras del nacionalismo que exclusivamente aspira al engrandecimiento de un colectivo congregado en torno a la etnia, el lenguaje o el pasado histórico. Quizás algún día aprendamos a vivir bajo el patriotismo que rechaza el parroquialismo de la unicidad etnocultural para, en cambio, reconocer en la libertad de cada ciudadano la condición de la libertad de todos, y en la injusticia cometida contra uno de ellos el llamado a la solidaridad cívica que valerosamente hace frente a cualesquiera tentativas de opresión. Debo admitir, no obstante, que soy bastante pesimista a este respecto. El absurdo debate en torno a la calidad de la  mexicanidad ostentada por Joserra me permite prever que, durante mucho tiempo todavía, México pagará la libertad ausente con la moneda devaluada de la expectativa en que, de vez en cuando, en sus centros retiemble la tierra al sonoro rugido del gol.

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