viernes, 7 de mayo de 2010

La(s) Flaqueza(s) de la(s) Máquina(s)

Tantos días de ausencia bloguera tienen una explicación a la orden de los tiempos que corren: absolutamente invadido por el virus Sasser pese a la probada eficacia (¿?) del antivirus McAfee, mi ordenador estuvo en huelga por espacio de dos semanas. Cuenta la leyenda que el gusano (me encantan las evocaciones mafiosas que despierta esta expresión) en cuestión fue creado por Sven Jaschan, avispado estudioso alemán de las herméticas disciplinas informáticas que, al momento de procrear este prodigio de la mala voluntad, no había cumplido aún los dieciocho años. Las horas de sudores fríos y tortuosas contracciones intestinales que padecí a raíz del hecho de que el mentado gusano me impidiese, en principio, hacer un respaldo de mis datos (un apurado trance que, laus Deo, pudo solventarse felizmente) me han incentivado, por un lado, a formular un comentario aderezado con folclore español y, por otro, a pensar en el primero de los relatos distópicos. Comienzo por el comentario: ¡la madre que le parió! (me refiero, por supuesto, al gusano Sasser, toda vez que la progenitora del joven Jaschan nunca se ha metido conmigo y merece todos mis respetos).

Una vez que me he desahogado de esta guisa, me encuentro suficientemente relajado como para tratar la distopía, que es un tema infinitamente más interesante que los desaguisados de mi ordenador (¡cuánta razón tenía John Hiler, el editor de Microcontent News, cuando afirmó que «algo hay en el formato mismo de los blogs que estimula un desarrollo casi canceroso de nuestro ego»!). En términos muy generales, la distopía puede definirse como aquel género narrativo cuya nota distintiva radica en la descripción detallada de un estado social extremadamente protervo dado el terror, la escasez o la opresión que en él imperan. Ahora bien, la sola proyección de una sociedad radicalmente injusta no basta para constituir una distopía: es preciso, además, que ésta sea abordada desde la perspectiva del representante de una clase social o facción política descontenta, cuyo sistema de valores define ideales de justicia opuestos a los imperantes en el escenario donde se sitúa la narración. Los ejemplos más conocidos del género pueden aportarnos claridad al respecto: en Brave New World (1932), de Aldous Huxley, el protagonista alienado típicamente distópico es John el Salvaje; en Nineteen Eighty-Four (1949), de George Orwell, Winston Smith desempeña esta función.

El primer relato distópico en sentido estricto fue publicado en el año de 1909. Se trata de un cuento de E(dward). M(organ). Forster titulado The Machine Stops (incluido en la antología titulada Collected Short Stories, Londres, Penguin, 1954, pp. 109-146.).  Forster describe un mundo en el que los individuos viven bajo tierra (la superficie se ha vuelto supuestamente inhabitable), recluidos en minúsculas estancias hexagonales que rara vez abandonan. Estos habitáculos, aislados entre sí, están equipados con todas las comodidades: electricidad, agua potable, calefacción, alimentos y un sistema de comunicación que permite a sus ocupantes escuchar música, leer,  sostener animadas conversaciones con otras personas en una pantalla, dictar conferencias y asistir a las impartidas por otros sin moverse apenas. Por supuesto, estos detalles pueden resultar sosos para un lector contemporáneo, acostumbrado a Internet. Cabe destacar, sin embargo, que la maravilla del relato de Forster reside precisamente en que anticipó la forma en que vivimos actualmente desde la primera década del siglo XX.

Una Máquina -calificada por Forster como un «Leviatán endurecido» proyectado para superar nuestra precariedad frente a «el día y la noche, el viento y la tormenta, la marea y el terremoto»- controla y administra los servicios provistos por tales celdas habitacionales. Originalmente creada para servir al ser humano, la Máquina ha desarrollado la capacidad para obrar al margen de los deseos de quienes le crearon. Peor aún, la humanidad, disminuida física y mentalmente, es incapaz de subsistir fuera de un entorno mecánicamente regulado. La mayoría se encuentra satisfecha con esta situación. De ello da testimonio Vashti, mujer transformada en un «bulto de carne» envuelto en tela cuyo rostro es «blanco como el moho», para quien resulta imperativo evitar cualquier comentario crítico contra la Máquina.

Frente al conformismo de Vashti se erige la disidencia de Kuno, su hijo. Kuno desea ver las estrellas desde la superficie terrestre. Abandona por unas horas el ambiente artificial en que habitan sus congéneres y descubre que, contra lo que proclama el mito, algunos seres humanos han subsistido fuera de la Máquina. Al ser descubierto, Kuno es arrastrado de nueva cuenta a las entrañas del mecanismo, pero su hallazgo le lleva a adquirir una nueva conciencia. «Nosotros creamos la Máquina para obrar según nuestro arbitrio», advierte a Vashti, «pero ahora no podemos obligarla a seguirlo. Nos ha robado nuestro sentido del espacio y nuestro sentido del tacto, ha manchado toda relación humana y ha restringido el amor a un acto carnal, ha paralizado nuestros cuerpos y nuestras voluntades, y ahora nos compele a adorarla. La Máquina se desarrolla –pero no según nuestros lineamientos. La Máquina avanza –pero no hacia nuestra meta».

Mientras que Vashti se niega a escuchar a Kuno, la Máquina presta profunda atención al desarrollo de sus ideas subversivas y opta por intentar prevenir que se repita el episodio. Durante los años siguientes a aquella ínfima fuga, impide cualquier ulterior exploración que permita adquirir un conocimiento de primera mano. Ansiosa por preservar la subordinación de todo hombre y toda mujer, fracciona y burocratiza incesantemente cualquier manifestación del saber humano. Con este objeto, se hace servir «con creciente eficiencia y decreciente inteligencia» hasta que no queda nadie en el mundo capaz de comprender «el monstruo como un todo».

Finalmente, sobreviene el desastre: la progresiva centralización lleva a la Máquina a fallar y, después, a detenerse totalmente cuando ya nadie puede repararla. A pesar de ello, la humanidad prevalece. Vashti y Kuno se reúnen en el caos provocado por el colapso. Con su último aliento, el otrora sedicioso Kuno profetiza que los exiliados por la Máquina, ocultos entre la niebla y los helechos, habrán de ocupar el vacío dejado por su civilización agonizante. La voz del narrador sustituye entonces a Kuno, y desde otro lugar –quizás el futuro en que la Máquina es un recuerdo remoto- manifiesta al lector que, antes de unirse a «las naciones de los muertos», Kuno y Vashti consiguieron admirar algunos «retazos del cielo inmaculado» (scraps of the untainted sky).

Si yo hubiese prestado verdadera atención a Forster, hubiese sido capaz de prever que las máquinas (incluido el leal ordenador desde el que escribo estas líneas) flaquean con mayor frecuencia y en más circunstancias que las que estamos dispuestos a reconocer. Este defecto consustancial a la tecnología no se arregla con un respaldo adecuado de los datos o un antivirus de última generación, sino que requiere una generosa dosis de humildad cultural y calidez humana. Sin llegar al extremo retrógrado de proponer arrojar las máquinas a la hoguera (son ciertamente muy útiles y, en ocasiones, entretenidas), aventuro una conclusión paradójica, habida cuenta que la apunto en un blog: quizás necesitemos menos pantallas, y más risas y apretones (de manos y otras partes del cuerpo) en persona.  


Posdata


Quien no haya leído este maravilloso cuento de Forster (cuya influencia narrartiva ha llegado hasta nuestros días, como se hace patente, por citar sólo un caso, en el relativamente reciente filme de animación por ordenador WALL-E) puede acceder a él (en inglés) mediante este vínculo. Hasta donde yo tengo noticia, no existe traducción castellana. Las razones de semejante omisión me resultan absolutamente oscuras: las buenas historias no sólo merecen ser contadas una y otra vez, sino que caben en todos los idiomas. ¿Cómo justificar que los lectores hispanoparlantes se hayan perdido esta joya durante más de un siglo?

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