lunes, 26 de abril de 2010

Las Drogas, la Ley y John Stuart Mill

Primero fue Joaquín Sabina, después Vicente Fox. La diferencia en la influencia y el prestigio social alcanzados por uno y otro personaje es abismal: de un lado, un músico con vena humorística y [p]olítica (nótese que utilizo una "p" minúscula... muy minúscula); del otro, el ex presidente de México, artífice de la abortada transición democrática mexicana. Por supuesto, a pesar de los pesares la balanza se inclina claramente en pro del primero de ellos (¿cómo tomarse en serio a Fox, vistos los numerosos happenings que le han constituido en un pierrot* involuntario?)... pero, al margen de estas consideraciones, tanto Sabina como Fox se han constituido en voceros espontáneos (e insospechados) del liberalismo clásico, a lo John Stuart Mill, en cuanto abogaron por la legalización de las drogas en México como remedio a la normalización de la violencia que actualmente vive el país.

En las entrevistas que concedió con motivo de la reciente gira artística que realizó por México, Sabina predijo que, a la postre, todos los centros de poder habrán de admitir la conveniencia de la legalización de las drogas. En su opinión, «parece mentira» que el presidente Felipe Calderón «no supiera que esa guerra [contra el narcotráfico] no la puede ganar él ni la puede ganar nadie». El cantautor español argumentó que, con la legalización, «no se acaba con las drogas, pero sí se acaba con la corrupción, con las muertes y con los asesinatos, y con la infiltración en el poder».

Pocos días después, Fox apuntó que sería oportuno estudiar la legalización de las drogas en México con miras a una reducción de la ola de violencia criminal que se ha extendido por el país. «El Estado y el gobierno en cualquier país del mundo», adujo el ex mandatario, «lo que tienen que garantizar es la seguridad plena de los ciudadanos, no si se drogan o no se drogan, sino la seguridad para que puedan salir a la calle, puedan estudiar, puedan divertirse y puedan regresar sanos y salvos a casa». Según Fox, la legalización «parece un camino que puede ser rápido, eficiente, para el tema de la violencia, y para el tema de la salud pública en función del consumo de drogas».

Fox y Sabina no son los primeros en plantear la legalización de las drogas como una de las mejores vías para atajar la violencia generada por el narcotráfico tanto en México como en América Latina entera. Cabe recordar que, en los primeros días del mes de febrero de 2009,  Ernesto Zedillo, Fernando Henrique Cardoso y César Gaviria (ex mandatarios, respectivamente, de México, Brasil y Colombia) sostuvieron en cierto informe suscrito por la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia (significativamente titulado Drogas y Democracia: Hacia un Cambio de Paradigma) que políticas prohibicionistas tales como la represión de la producción, la interdicción al tráfico y a la distribución y la criminalización del consumo no han rendido los frutos esperados, o incluso han resultado contraproducentes. El informe asentó que a lo largo de las últimas décadas el crimen organizado derivado del narcotráfico ha infiltrado las instituciones, lo cual se refleja en un crecimiento «inaceptable» de la violencia y en la «corrupción de los funcionarios públicos, del sistema judicial, de los gobiernos, del sistema político y, en particular, de las fuerzas policiales encargadas de mantener la ley y el orden». Frente a este panorama, pidió abrir a debate estrategias alternas y, sobre todo, reconocer el fracaso del «modelo actual de política de represión de las drogas», mismo que «está firmemente arraigado en prejuicios, temores y visiones ideológicas». Sobre esta base, la Comisión propuso tratar el consumo de drogas como cuestión de salud pública, reducir el consumo con información, y focalizar la represión exclusivamente sobre el crimen organizado (por cierto, quien desee acceder al informe completo, puede hacerlo en este enlace).

Aunque estos y similares señalamientos pueden encontrar una razonable acogida en círculos académicos, lo cierto es que la vox populi no les profesa simpatía alguna. Demasiados años se han fortalecido los prejuicios sobre el tema (¿cómo olvidar, por ejemplo, al abominable y desalmado marihuano de Nosotros los Pobres?) como para socavar su base ideológica con unas pocas declaraciones, un informe o alguna que otra propuesta de campaña formulada por partidos políticos minoritarios.  Bástenos echar un vistazo a los comentarios que aderezan las notas periodísticas online con las que El Universal ha cubierto las referidas propuestas de legalización de las drogas, para hacernos con una idea sobre la magnitud del problema. RMONTERO 77, por ejemplo, asegura que Sabina es solamente «otro consumidor de drogas más» que no comprende que en México «nos rifamos el físico contra el narco». En términos similares, Rockandrolla le invita a «seguir enviciándose [sic] en su país». El encantador socarron2 apunta que a Vicente Fox «no le duele ver a la juventud estúpida [sic] por la droga», toda vez que «no pudo tener hijos», y «los que tiene son adoptados». Finalmente, pese a que el informe de la  Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia aparentemente tuvo una mejor recepción entre los lectores de El Universal, también hubo quien manifestara (como lo hizo cramtoro) que la legalización de las drogas equivale a «legalizar el asesinato». 

Alguna respuesta merecen tantos y tan variados defensores de la salud pública por vía de la coerción. Tal como apunté al comienzo de estas líneas, las propuestas de legalización del tráfico, distribución y consumo de drogas se inscriben dentro de la mejor tradición  del liberalismo. La parábola del puente con la que el liberal inglés John Stuart Mill (1806-1873) ilustra los límites de la intervención del Estado sobre las decisiones y actos de los individuos conserva al día de hoy plena vigencia. «Si un funcionario público o cualquier otra persona», anota Mill, «viera que alguien intenta atravesar un puente declarado inseguro, y no tuviera tiempo de advertirle el peligro, podría cogerlo y hacerle retroceder sin atentar por esto contra su libertad, puesto que la libertad consiste en hacer lo que uno desee, y no desearía caer en el río». Sin embargo, Mill reconoce igualmente que «nadie más que la persona interesada puede juzgar de la suficiencia de los motivos que pueden impulsarla a correr el riesgo», de modo que el individuo que deseara cruzar el puente «debe tan sólo ser advertido del peligro, sin impedir por la fuerza que se exponga a él» (On Liberty, Oxford, Oxford University Press, 1998, pp. 106-107). Imaginemos, entonces, que el consumo de drogas es el puente inseguro al que alude Mill. La función del Estado (en el ejemplo anterior, representado por el funcionario público que advierte al transeúnte sobre las condiciones del puente) consiste, siempre que nos tomemos en serio la salvaguarda de la libertad personal, en informar a sus ciudadanos y ciudadanas sobre los riesgos que el consumo de drogas implica para su salud, pero no en constreñirlos a evitarlos.

Puesto que ya veo venir a algún émulo de Helen Lovejoy mirándome con los ojos desorbitados y exigiendo a gritos, mientras levanta los brazos al cielo, que alguien piense en los niños, aclaro que las propuestas de legalización se encuentran enfocadas a adultos que, supuestamente, son responsables del rumbo que decidan imprimir a sus vidas. Los menores de edad (al igual que sucede hoy en día con otras drogas, como el alcohol o el tabaco) no están incluidos en el supuesto de autorización del consumo. Sobre tal presupuesto, cabe suscribir con relación a las drogas en general cuanto Mill apuntaba con relación a la ingestión de cervezas y licores:






«[...] la limitación en el número de expendidurías de cerveza y licores, para hacer su acceso más difícil y disminuir las ocasiones de tentación [...] sólo conviene a un estado social en el que las clases trabajadoras sean abiertamente tratadas como niños o salvajes, y colocadas bajo una educación restrictiva que las capacite para que, en el futuro, sean admitidas a los privilegios de la libertad. No es éste el principio según el cual se profesa gobernar a las clases trabajadoras en los países libres; y nadie que conceda el debido valor a la libertad prestará su adhesión a que sean así gobernadas [...]» (On Liberty, pp. 112-113).

En el espíritu de John Stuart Mill, cabría recordar al presidente Calderón y su séquito de cruzados contra el narcotráfico que, puesto que cada adulto es libre y soberano para disponer de su cuerpo, el Estado carece de legitimidad para prohibirles el acceso a las drogas con el pretexto de proteger su salud. El Estado está legitimado para intervenir contra la voluntad de sus ciudadanos o ciudadanas en edad adulta con miras a evitar que perjudiquen a los demás, pero no para asegurarse de que lleven una vida sana y virtuosa. Así, es razonable, por ejemplo, la sanción penal del homicidio, pero no la del consumo de estupefacientes. Cada cual es responsable de su propio perfeccionamiento o degradación: si otorgamos al poder público la potestad para conducir las vidas de quienes consumen drogas, corremos el riesgo de perder el control sobre las nuestras. La libertad en una república debe ser igual para todos, o nadie disfrutará de ella en realidad.

A un enorme costo en vidas, el gobierno de México ha optado por usurpar la libertad de la vida privada con el fin de instruir a los mexicanos y las mexicanas sobre la inconveniencia del consumo de drogas. El derramamiento de sangre ocasionado hasta ahora por el combate al narcotráfico no sólo ha sido inútil, sino que carece de justificación legítima. Quizás ha llegado el momento de obrar sensatamente, y comenzar a prestar atención en esta materia a la añeja llamada de John Stuart Mill, recientemente resucitada por los más insólitos y dispares voceros que uno pueda imaginar.



* En el repertorio de la Commedia dell'Arte, Pierrot es un payaso triste ataviado con un vestido blanco y amplio, sobre el cual destacan botones negros. Eterno enamorado de Columbina, Pierrot fracasa perennemente en sus empeños románticos debido a los constantes titubeos con los que emprende el cortejo de la dama en cuestión.

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